OCHO APELLIDOS VASCOS. 2013. 94´. Color.
Dirección: Emilio Martínez-Lázaro; Guión: Borja Cobeaga y Diego San José; Dirección de fotografía: Kalo Berridi; Montaje: Ángel Hernández Zoido; Música: Fernando Velázquez; Dirección artística: Juan Botella; Producción: Ghislain Barrois, Álvaro Agustín y Gonzalo Salazar-Simpson, para Lazonafilms- Kowalski Films-Snow Films-Telecinco Cinema (España).
Intérpretes: Clara Lago (Amaia); Dani Rovira (Rafa); Carmen Machi (Merche); Karra Elejalde (Koldo); Alberto López (Joaquín); Alfonso Sánchez (Curro); Aitor Mazo (Padre Inaxio); Abel Mora (Pedro); Aitziber Garmendia (Iratxe); Miriam Cabeza (Edurne); Iñaki Beraetxe, Egoitz Lasa, Lander Otaola, Mikel Román, Santi Ugalde, Los del Río.
Sinopsis: Rafa es un sevillano de pura cepa que conoce, de una manera algo accidentada, a Amaia, una chica vasca de la que se enamora. Ni corto ni perezoso, el muchacho viaja a Euskadi a devolverle a Amaia el bolso que se dejó en Sevilla.
Director de algunos films estimables, Emilio Martínez-Lázaro alcanzó un gran éxito con El otro lado de la cama, comedia musical que no me entusiasma. Más de una década después, el director firmó el gran bombazo del cine español de los últimos años: Ocho apellidos vascos, que arrasó en taquilla y obtuvo, en general, críticas laudatorias.
Sé que quienes piensan que todo lo popular es malo esperan que un servidor diga que Ocho apellidos vascos es una comedieta telecinquera cuyo éxito demuestra que en este país el listón del buen gusto anda bastante bajo. Lo que ocurre es que servidor, que a estas alturas no tiene que mantener ninguna pose intelectual, lleva años riendo con otra comedieta telecinquera denostada por los adalides de la intelectualidad y el humor inteligente (los cuales, por cierto, de humor tienen bastante poco), y rió no pocas veces viendo Ocho apellidos vascos, película que tiene una virtud necesaria en toda buena comedia: gracia. La gracia es como el blues, se tiene o no se tiene, y el guión de Borja Cobeaga y Diego San José la tiene. Así de simple, así de complicado. Una comedia romántica al uso se engrandece con ingredientes plenamente autóctonos y hace coña con unos tópicos regionales que, como todos, tienen no poco de verdad. En un país cainita, provinciano y diverso, esa diversidad es utilizada casi siempre para desunir, para separar. El conflicto vasco es la más dolorosa plasmación contemporánea de esta insana costumbre patria. ¿Por qué no reírnos de nosotros mismos y hacer una ensalada de tópicos que sirva para romper prejuicios? Ocho apellidos vascos es la respuesta a esta pregunta. Y hace reír. Y resulta creíble. Lo dice un tipo que, más allá de Barcelona, si algo conoce del resto del mundo son Sevilla y el País Vasco, lugares encantadores, cada uno a su manera, a los que, como ocurre en todas partes, muchos de sus habitantes pueden convertir en imposibles. A priori, nada puede haber más opuesto que la sevillanía pija y el vasquismo abertzale. Pero los opuestos se atraen. Y, ante eso, un mundo de prejuicios construidos por ignorancia e interés se tambalea.
Ya lo he dicho, el esquema es el de la comedia romántica de toda la vida. A partir de ahí, entran en escena los arquetipos hispánicos: Manué conoce a Nekane, se queda pillado y va a Euskadi a buscarla. Nekane, que no tenía gracia ni vestida de faralaes, en campo propio tiene todavía menos. Pero he aquí que el aita reaparece, y Nekane tiene que inventarse un novio. Quién mejor que ese sevillano que en el fondo le hace tilín. Claro que primero hay que convertirlo en vasco, conseguir que no diga mi arma y huya de la gomina, porque el aita, Koldo, es uno de esos vascos para los que ser del Sur es ser de Vitoria. Y Manué se convierte en un abertzale cogido con alfileres, y en ellos está lo divertido. Se retuerce el fingimiento que toda seducción conlleva hasta llevarlo al absurdo, terreno en el que las situaciones y los diálogos se mueven bastante bien. En lo técnico, la película no pasa del aprobado, la labor de dirección es aplicada, pero no inspirada, y lo mismo cabe decir de la fotografía, la música y el montaje. El mérito está en otra parte. También en ese final discutido por quienes se niegan a reconocer que hasta a los tipos más duros de la tribu les gusta creer, alguna vez, en amores que no son un premio de consolación.
Si Ocho apellidos vascos tiene gracia, en buena parte es gracias a sus actores. De todos ellos, me quedo con Karra Elejalde, cuya actuación convierte al férreo vasco que es Koldo en el personaje más tierno de toda la película. Dani Rovira, convertido en los últimos años en el gracioso oficial de España, demuestra que el título no le queda grande y convence con un personaje lleno de virtudes. Entre ellas, ser del Betis. Clara Lago a veces se me queda corta al lado de sus compañeros de reparto, pero se beneficia de un guión que hace de su inexpresividad virtud. y Carmen Machi, a quien considero una buena actriz, recrea con tino el personaje al que más nos tiene acostumbrados. Ah, y la pareja que forman Alberto López y Alfonso Sánchez es tremenda.
En resumen, que Ocho apellidos vascos es aire fresco. Y hace reír. No es poco, y no aspira a más.