LOS SANTOS INOCENTES. 1984. 107´. Color.
Dirección: Mario Camus; Guión: Mario Camus, Manolo Matji y Antonio Larreta, basado en la novela de Miguel Delibes; Dirección de fotografía: Hans Burmann; Montaje: José María Biurrún; Música: Antón García Abril; Diseño de producción: Rafael Palmero; Dirección artística: Rafael Palmero; Producción: Julián Mateos, para Ganesh Producciones Cinematográficas-Televisión Española (España)
Intérpretes: Alfredo Landa (Paco El Bajo); Francisco Rabal (Azarías); Juan Diego (Señorito Iván); Terele Pávez (Régula); Agustín González (Don Pedro); Belén Ballesteros (Nieves); Juan Sachez (Quirce); Susana Sánchez (La niña chica); Ágata Lys (Doña Pura); Mary Carrillo (Marquesa); José Guardiola (Señorito de La Jara); Manolo Zarzo (Doctor); Maribel Martín (Miriam); Francisco Torres, José Salvador, José Manuel Sito, José Albiach, Rafael Serna.
Sinopsis: Paco El Bajo y su familia trabajan en el campo extremeño, al servicio de los señoritos, en régimen de semiesclavitud.
Siendo la literatura española una de las más potentes del mundo, no es de extrañar que el cine haya buscado con frecuencia entre sus páginas una fuente de inspiración que le otorgara prestigio. No pocas veces la película resultante defrauda las expectativas creadas, pero no fue éste el caso de Los santos inocentes, film multipremiado al que se considera, con toda justicia, uno de los mayores logros del cine español.
Quienes hemos leído la novela de Miguel Delibes conocemos su gran calidad, su magistral manera de reflejar la vida en el campo extremeño de los latifundios y los terratenientes. El mérito de Mario Camus, director que pocas veces ha decepcionado cuando ha adaptado textos literarios de enjundia, es el de captar la palabra y el espíritu del escritor vallisoletano, ofreciendo un film árido y crudo como la vida de los campesinos que protagonizan el relato. Una vida que han vivido millones de españoles a lo largo de los siglos, heredera directa del sistema de vasallaje feudal, en la que la instrucción de los pobres no debía ir más allá del analfabetismo funcional y la sumisión ciega al señorito era el único modo de comportamiento aceptado. Paco El Bajo y su mujer, Régula, encarnan a la perfección ese modo de vida que se resume en una frase: «A mandar, que para eso estamos». En su familia, las nuevas generaciones aspiran a liberarse de la servidumbre y ven en la ciudad la única vía de escape posible. En el campo, la libertad es una quimera: Azarías, el hermano retrasado de Régula, es despedido por su señorito porque se ha hecho viejo; Nieves pierde la posibilidad de ir a la escuela porque se la quiere de sirvienta; y Paco es para su amo, el señorito Iván, nada más que un magnífico perro de caza.
La película muestra las diferencias entre quienes, teniéndolo todo, saben fabricarse a conciencia su propia infelicidad y quienes nacen con ella y están condenados a vivir en la sumisión y la miseria. Prueba de ello es el contraste entre las fiestas que conmemoran la comunión del nieto de la marquesa: en la de los pobres hay música y baile, porque para ellos rara es la vez que pueden celebrar algo; en la mesa de los ricos nadie habla, no se oye más ruido que el que hacen los cubiertos al chocar contra los platos. Ajeno a todo, Azarías es amigo de los pájaros y cuida de la niña chica.
El guión, modélico, se estructura en episodios dedicados a los personajes principales, de Quirce, el primogénito, a Azarías. Todo el poderío del libro de Delibes está en la película, en la que destacan los tonos ocres de la iluminación de Hans Burmann y la música de aires rurales de Antón García Abril. La cámara de Mario Camus se mueve a veces con parsimonia, a veces (los juegos de Azarías con la milana) con rapidez, siempre con inspiración. Los personajes y sus acciones son simplemente descritos: el juicio se reserva al espectador: lo que se cuenta es tan poderoso que no necesita subrayados. Los santos inocentes conmueve, y tiene un final impactante, de los que no se olvidan.
Muy comentado fue el premio ex-aequo a la mejor interpretación masculina que obtuvieron Alfredo Landa y Francisco Rabal en el festival de Cannes. No pudo ser más justo, pues, siendo de sobras conocida su calidad como actores, bien puede decirse que nunca estuvieron mejor. El perfecto siervo, cuyo premio es una cojera perpetua, y el débil que vuelca todo su cariño en quienes también lo son, no podrían haber caído en mejores manos. Premios merece también Terele Pávez, una de las grandes actrices del cine español, que hace una exhibición para nada inferior a la de Rabal y Landa. Juan Diego, otro actor de raza, borda su papel de señorito arquetípico, y Agustín González da la razón a quienes le consideramos un secundario de lujo. Belén Ballesteros y Juan Sachez están en un escalón inferior, pero tienen la virtud de parecer lo que interpretan. Destacar la aparición de Mary Carrillo, a una Ágata Lys (toda una ironía el nombre de su personaje) cuyo sex-appeal se mantenía intacto, y a un buen Manolo Zarzo.
Los santos inocentes es la obra maestra de Mario Camus, así como una de las mejores películas rodadas nunca en España. Todo cuadra en ella, su impacto es grande y duradero. Arte y verdad, mucha verdad, la que a tantos escuece y nunca nos quisieron explicar. Milana bonita.