EL CRIMEN DE LA CALLE DE BORDADORES. 1946. 88´. B/N.
Dirección: Edgar Neville; Guión: Edgar Neville; Dirección de fotografía: Henri Barreyre; Montaje: Bienvenida Sanz; Música: José Muñoz Molleda; Dirección artística: Sigfrido Burmann; Producción: Juan Francisco Blanco Lavín, para Manuel del Castillo Producciones Cinematográficas (España)
Intérpretes: Manuel Luna (Miguel); Mary Delgado (Lola La Billetera); Antonia Plana (Petra); Julia Lajos (Mariana); Rafael Calvo (Fiscal); José Prada (Abogado defensor); José Franco (Don Matías); Julia Pachelo (Rosario); Alfonso Cuadrado (Presidente); Monique Thibaut (Teresa); Fernando Aguirre, José María Rupert, Pablo Álvarez Rubio, Niño de Almadén, Román El Granadino, Julia Caba Alba.
Sinopsis: En el Madrid de finales del siglo XIX, un crimen encabeza las portadas de los periódicos: una rica solterona ha sido asesinada en la calle de Bordadores. Las sospechas recaen sobre Petra, la criada, y sobre Miguel, vividor y amante de la difunta.
Dentro del negrísimo panorama cinematográfico (el otro era peor, pero ese es tema para otros posts) español de la posguerra, un nombre aporta buena parte de la poca luz que merece el cine de la época: el de Edgar Neville, polifacético personaje que dirigió un puñado de películas que superaban en mucho los estándares de calidad del cine patrio de la época.
El crimen de la calle de Bordadores es una de esas películas. Inspirada en un hecho verídico ocurrido el 2 de julio de 1888 en la calle Fuencarral (inciso: quien esté interesado en conocer los pormenores del suceso, hará bien en recuperar el episodio que le dedicó, en 1985, la serie La huella del crimen), Neville, imagino que bien aconsejado por la censura de la época, se toma bastantes licencias hasta acabar dando la vuelta a los hechos reales. Pese a esto, en varios aspectos la película es fiel a los hechos ocurridos. De entre ellos destaco, por la plasmación que de ellos hace el director, el tratamiento periodístico del suceso, muy a lo Luna nueva, y la fortísima polarización social que provocó el crimen, que dividió a la sociedad, casi a partes iguales, entre quienes acusaban a la criada sólo por su humilde extracción social, y quienes defendían su inocencia, argumentando el mismo motivo, y acusaban del crimen a un burgués vividor (aquí, el amante de la difunta, una solterona rica; en la realidad, el hijo de la víctima, que era viuda). Por supuesto, Neville, que no sólo no tenía vocación de héroe sino que vivió muy cómodo bajo el régimen franquista, bien se abstuvo de reflejar la implicación en el caso de algunos personajes importantes de la época, como José Millán Astray (sí, el padre del mismísimo). Pero, con todos los tics de la época (el chulapeo, la moralina, una sobredosis de números musicales -de entre los que sólo salvo los flamencos, género hacia el que Neville, un servidor y un sinfín de personas de buen gusto compartimos admiración-, el final amable y falso), El crimen de la calle de Bordadores tiene muchas virtudes susceptibles de hacer disfrutable su visionado, más allá de la mera curiosidad intelectual. En primer lugar, el virtuoso modo en que está filmada la escena del crimen, en el que puede verse que Neville aprendió mucho del expresionismo alemán y del cine negro norteamericano. En especial, el acertado uso del punto de vista, que consigue a la vez proporcionar información al espectador sobre el asesinato y seguir manteniendo el misterio respecto a su autor. Desde luego, los momentos de humor, en los que se revela el buen sentido de la comedia que siempre tuvo Neville. También un par de goles, triviales si se quiere pero muy divertidos de ver, que el director coló a la censura: la pelea entre Lola La Billetera -único personaje que mantiene su nombre real- y la francesa, con azotes en el culo incluidos, y la expresión indisimuladamente salida con la que los hombres presentes en el juicio reciben la descripción que hace Lola de su estar por casa, y que acaba en un muy revelador plano de una gota de tinta manchando el papel de escribir. Y no todas las licencias son malas: por aquello de que el cine es mejor que la vida real, en la película las intenciones de criminal y cómplices, así como sus personalidades, no pueden ser más beatíficas.
Otro aspecto a destacar es uno que lo ha hecho incluso en los peores momentos del cine español: los actores. Tanto Manuel Luna, en su papel de típico y crápula chulo madrileño, como Mary Delgado, pícara, de lengua ágil y fondo decente, actúan con notable arte, lo mismo que Antonia Plana, cuya carrera cinematográfica fue mucho más breve que la de los anteriores. Julia Lajos, presencia habitual en los films de Neville, también consigue destacar en sus escenas, y la presencia de secundarios de peso como Rafael Calvo o José Prada demuestra que al cine español han podido faltarle muchas cosas (una industria propiamente dicha, para empezar), pero nunca los buenos actores. Por cierto, confieso que me ha hecho gracia que el apellido del actor que interpreta al personaje más ridículo de la película, del que todos se pitorrean, sea Franco.
El crimen de la calle de Bordadores es un película reivindicable hecha por un director con talento. Muy pocos films españoles de la época entran siquiera en una sola de estas categorías, así que mis respetos, míster Neville.