LAS TRUCHAS. 1978. 98´. Color.
Dirección: José Luis García Sánchez; Guión: José Luis García Sánchez, Manuel Gutiérrez Aragón y Luis Megino, según un argumento de José Luis García Sánchez; Dirección de fotografía: Magí Torruella; Montaje: Eduardo Biurrun; Música: Víctor Manuel; Dirección artística: José Antonio de la Guerra y Eduardo Hidalgo; Producción: Luis Megino, para Arándano, S.A. (España).
Intérpretes: Héctor Alterio (Gonzalo); Juan Amigo (Emiliano); Eduardo MacGregor (Campeón); Verónica Forqué (Lolín); Luis Ciges (Militante de la Cruz Roja); Lautaro Murúa (Presidente); Luis Politti (Don José María); Roberto Font (Sebastián); Antonio Gamero (Félix Rodríguez); Paloma Hurtado (Esposa del ministro); Manuel Huete (Adolfo); Francisco Casares (Camarero); Walter Vidarte, Mary Carrillo, Fernando Chinarro, Javier Gallifa, Enrique San Francisco, Quino Pueyo, Antonio Requena, Antonio Passy, Juan Sala, Amparo Valle, Yelena Samarina, Conchita Leza, Juan Jesús Valverde, Juan Estelrich, Irene Foster, Alfonso Vallejo.
Sinopsis: La ceremonia anual de entrega de premios de una sociedad dedicada a la pesca se ve afectada por todo tipo de contratiempos.
El irregular José Luis García Sánchez obtuvo su mayor reconocimiento internacional con su tercer largometraje, Las truchas, premiado en Berlín y bastante desconocido en España. En plena Transición, época en la que el cine español, además de la ropa, perdió buena parte de su inteligencia, García Sánchez planteó, a partir de una anécdota vivida en carne propia, una efectiva parábola sobre el postfranquismo.
Las truchas es una película coral hasta el extremo (y, a veces, hasta el hartazgo). Su referente más claro es el cine de Luis García Berlanga, y en su desarrollo hay no pocas similitudes con El ángel exterminador, de Buñuel. El film de García Sánchez, sin llegar a esas alturas, resulta interesante como retrato de un país dotado de un extraordinario talento para morderse la cola. Docenas de actores aparecen en cada escena, con las dificultades técnicas y el riesgo de dispersión que eso conlleva. Lo primero lo sortea el director con bastante eficacia; en cuanto a lo segundo, más de una vez lo caótico de la trama se contagia a la propia película. No obstante, el guión es ingenioso, posee un destacable humor negro y utiliza el sarcasmo de una manera que, más de una vez, me hizo reír.
Las truchas es la crónica de un desastre: el nuestro. Está claro que esa ceremonia de jara y sedal es un retrato, como no podía ser menos, poco favorecedor, de la Transición española. Un acontecimiento de alto copete, con ministro (y cónyuge pelín casquivana) incluido, en el que, para empezar, docenas de gorrones intentan colarse porque, si algo gusta en este país, es comer gratis. Expulsados (a la fuerza, claro) los intrusos, una huelga de los empleados del restaurante en el que se celebra el evento amenaza con reventarlo, y Gonzalo, el maitre, ha de convencer al personal para que deje eso de cobrar para más adelante (en concreto, hasta que un banquero que está entre los invitados le conceda el crédito que necesita para seguir con el negocio) y sirvan unas truchas que, además, apestan. Todas ellas han sido pescadas por el campeón anual. Otros asociados creen que los peces han sido capturados en aguas contaminadas, lo que origina opiniones encontradas entre los comensales, que se muestran remolones a la hora de dar cuenta de las truchas que por fin les han servido. Motivos para inquietarse no les faltaban, porque pronto aparecen los primeros síntomas de intoxicación entre la concurrencia.
Trajes y vestidos de gala, música clásica, ambiente selecto, discursos… y una galería de invitados poblada de seres ridículos. La España fina, esa casi absoluta mentira. Clasismo, chapuza, improvisación… por ahí vamos bien. La cámara de García Sánchez pulula entre las mesas del restaurante con el aire de quien está filmando una boda y asiste, entre distraído y atónito, al paso de la conversación manida e intrascendente al caos más absoluto. Virtuosismo, no se encontrará mucho, aunque reitero que el reto técnico no era fácil y se supera de buen modo. Destacar el uso de las piezas de música clásica que se interpretan. También, pero en lo negativo, un trabajo de montaje discutible.
Dado el inmenso número de actores que aparecen en pantalla, es difícil que alguno de ellos sobresalga. Lo hace Héctor Alterio, que interpreta a un personaje que pasa de intentar evitar el caos a sumergirse en él; lo hace Antonio Gamero, siempre tan reconocible; y lo hace, sobre todo, un Eduardo MacGregor que nunca ha dejado de ser un secundario de nivel. Hay que resaltar la notable presencia de intérpretes argentinos (entre ellos el cineasta Lautaro Murúa, aquí convertido en el presidente de la asociación de pescadores) que vinieron a España huyendo de la recién instaurada dictadura militar de su país, así como la intervención de unos jovencísimos Enrique San Francisco y Verónica Forqué.
Las truchas es una película ante la que a veces (el barullo inicial frente al restaurante, por ejemplo) resulta difícil no dispersarse, pero que merece la pena por su inteligencia, por la labor de su extenso reparto y, sobre todo, porque demuestra que, ya en aquella época, a algunos no se les escapaba que las truchas de la Transición estaban podridas.