NUNCA PASA NADA. 1963. 94´. B/N.
Dirección: Juan Antonio Bardem; Guión: Juan Antonio Bardem, con la colaboración de Alfonso Sastre (diálogos en castellano) y Henri-François Rey (diálogos en francés); Dirección de fotografía: Juan Julio Baena; Montaje: Margarita de Ochoa; Música: Georges Delerue; Producción: Cesáreo González, para Cesáreo González Producciones Cinematográficas- Cocinor- Les Films Marceau (España-Francia)
Intérpretes: Corinne Marchand (Jacqueline); Antonio Casas (Enrique); Jean Pierre Cassel (Juan); Julia Gutiérrez Caba (Julia); Alfonso Godá (Pepe); José Franco (Don Jerónimo); Rafael Bardem (Don Marcelino); Matilde Muñoz Sampedro (Doña Obdulia); María Luisa Ponte (Amiga de Julia); Tota Alba, Ana María Ventura, Josefina Serratosa, Carmen Sánchez, Pilar Gómez Ferrer.
Sinopsis: Durante una gira por España, una de las coristas de una compañía francesa de variedades sufre de apendicitis. Mientras sus compañeros siguen su ruta, ella afronta su convalecencia en un pequeño pueblo de la Meseta, que se revoluciona con la llegada de la joven.
En sus primeros años como director, Juan Antonio Bardem se había ganado un merecido prestigio gracias a obras como Muerte de un ciclista o Calle Mayor, consideradas entre las mejores del cine español. El marcado tono crítico de las películas de Bardem le hizo también ganarse las antipatías de un régimen, el franquista, hacia el que el director nunca ocultó su desprecio. Esta animadversión mutua se acentuó con Nunca pasa nada, film amargo que mostraba que no todo relucía en una España que se acercaba a la conmemoración de los infames 25 años de paz.
Hay quien dice, no sin razón, que la apertura al exterior constituyó el principio del fin del franquismo. Las primeras oleadas de turistas sirvieron, entre otras cosas, para que muchos españoles comprobaran que más allá de los Pirineos se vivía más y mejor que en una España que olía a rancio, y que a principios de los 60 se encontraba a su vez en plena ola migratoria. Mientras la mayor parte del cine español se dedicó a reflejar estos fenómenos desde la comedia, y a menudo a través de enfoques muy reaccionarios, Bardem, en la línea del neorrealismo italiano que tanto admiraba, optó por una crítica inmisericorde a un país de ambiente irrespirable que, como es lógico, despreció la película. Nunca pasa nada fue un fracaso de crítica, que casi unánimemente la consideró una revisión fallida de Calle Mayor, y público, aun siendo la última obra mayor de Bardem. El fracaso de Nunca pasa nada, lo mismo que el de otra de las grandes películas españolas del excelente año 1963, El extraño viaje, demuestra que, en España, las hostias artísticas es mejor darlas con una sonrisa, y bien masticaditas.
No hay ni un ápice de comedia en Nunca pasa nada, duro retrato de la vida en la España interior. El ambiente opresivo de una pequeña localidad de provincias queda al descubierto con la llegada de una bella joven francesa, que debe recuperarse en el pueblo de una operación de apendicitis. Su presencia impresiona, en primer lugar, al médico que la trata, un cincuentón mujeriego e insatisfecho con su vida. Más tarde, todo el pueblo se verá alterado por la aparición (dicho sea en el sentido religioso del término) de una joven que representa la libertad. En mi opinión, pocas veces el arte ha reflejado con mayor crudeza el daño que el nacional-catolicismo ha hecho (y sigue haciendo) en España como en Nunca pasa nada. Las escenas de Jacqueline en el mercado y en el Bar Moderno, con ese impagable cartel que avisa a los jóvenes de lo pernicioso de los bailes de moda en la época, las confesiones de Enrique, símbolo de la burguesía española que se posicionó del lado de los vencedores, o las que plasman el efecto que la vida en el pueblo genera en las personas sensibles y con inquietudes como Juan, el profesor de francés, y Julia, la esposa de Enrique, debieron sin duda levantar ampollas en el aparato de propaganda del régimen. Por duras, y por buenas. Bardem condena a una burguesía conformista y cobarde, que vive una existencia vacía pero, presa de la abulia, es incapaz de romper con lo establecido (los omnipresentes camiones parecen estar ahí para bloquear las salidas). La música de Georges Delerue subraya el vacío de los personajes, y también sus esperanzas, de un modo magnífico en una película que, por lo demás, huye de cualquier asomo de virtuosismo en lo técnico.
Corinne Marchand, actriz que se había dado a conocer en Cleo de 5 a 7, resulta ideal para su personaje, que irradia luz en un ambiente de lo más tenebroso. Antonio Casas, actor de extensa filmografía, hizo aquí el papel de su vida, aunque en algunas escenas le sobra un punto de histrionismo. Muy bien Jean Pierre Cassel, el joven intelectual sensible que sueña con huir del pueblo, y mejor aún Julia Gutiérrez Caba, insuperable en el papel de una mujer a la que el rol de abnegada esposa burguesa le queda muy pequeño y la hace infeliz. Debo destacar, por último, a Tota Alba, enfermera, monja y represora, y al coro de cotorras, encabezadas por una brillante María Luisa Ponte, que se encargan de hacer de guardianas de la virtud y el buen orden.
Las controversias ideológicas con quienes deciden qué tipo de cine ha de hacerse en España, así como un evidente bajón creativo, sumieron en la mediocridad gran parte de la obra de Bardem a partir de Nunca pasa nada, película que queda como su última gran obra y posee una agudeza crítica rara de ver en el cine patrio. Por eso, es un film a recuperar con urgencia y uno de los mejores documentos artísticos para entender por qué a muchos no nos gusta España.