JOHN SYMONDS. La Gran Bestia. Vida de Aleister Crowley (The Great Beast). Siruela. 857 páginas. Traducción y edición de Javier Martín Lalanda.
Cuando alguien se autodenomina La Gran Bestia 666, y se hace acreedor del título de «hombre más perverso de Inglaterra», está claro que leyendo su biografía no te vas a aburrir. Si además este hombre fue un depredador sexual politoxicómano que viajó por todo el mundo y es considerado el último gran mago de Occidente, lo más probable es que, si lees el libro en el metro, te pases más de una vez de parada. Vaya por delante que no creo en la magia, sea blanca, negra o arcoiris, y que, como materialista acérrimo e irredento, sus practicantes y creyentes me interesan como objeto de estudio. Y, en ese terreno, nadie mejor que Aleister Crowley. A quien, confieso, descubrí gracias a la magnífica canción que le dedicó Ozzy Osbourne en los inicios de su carrera en solitario.
Para hablar con propiedad de La Gran Bestia, hay que hacerlo primero de su autor. John Symonds, que entre otras cosas ha destacado por algo tan poco crowleyano como escribir libros infantiles, fue editor y albacea del también llamado Vagabundo de la desolación. No hace falta ser un genio para percibir las escasas simpatías que el biografiado despierta en el biógrafo, pues Symonds tampoco pone demasiado empeño en disimular este aspecto, que por otra parte no tiene que ser un problema (se pueden hacer obras interesantes sobre personajes a los que desprecias, sirva como ejemplo el film de Federico Fellini Casanova), máxime en un género tan dado al baboseo como el biográfico. Symonds, más bien, peca de amarillismo, pero creo que eso, lejos de disgustar a Crowley, más bien le enorgullecería. No hay que olvidar que, entre la abundante obra de éste, en la que se incluyen, además de numerosos libros de magia y los textos sagrados de su credo – basado en el principio rabelaisiano de Haz lo que quieras-, varios volúmenes de poesía y narrativa, figura también una autohagiografía, por lo que los entusiastas de Crowley disponen de una fuente original para ratificar esa filia.
Leído el libro, cosa que he hecho con placer, pese a que la detallada exposición de los rituales mágicos de los thelemitas puede llegar a resultar excesiva para quienes somos refractarios a tales creencias, queda la sensación de que Aleister Crowley, un extrañísimo profeta (valga la redundancia), fue una estrella del rock avant la lettre, que bebió, folló y se drogó muchísimo, y empleó no pocas energías en la muy loable tarea de sablear al personal y vivir sin dar un palo al agua. También fue un destacado alpinista, un muy buen jugador de ajedrez, un prolífico creador (además de sus trabajos mágicos y literarios, también cultivó la pintura) y, sobre todo, un ególatra de dimensiones formidables. La pregunta es: ¿creía Crowley en su propia magia? Opino que dedicó toda su vida a ser lo contrario que sus padres, que pertenecieron a una congregación evangélica particularmente severa denominada Los Hermanos de Plymouth, y que, como mínimo, sí creía en la magia china, pues recurría a ella con mucha frecuencia para decidir qué pasos debía dar en el futuro. Lo demás, es sombra, pese a que Symonds recurre en numerosas ocasiones a los diarios de Crowley, un individuo contradictorio que, como el Marqués de Sade (aunque de una entidad literaria inferior al francés), ha dejado huella en la cultura popular. El inglés, en especial, en el mundo del rock.
Además de lo ya dicho, creo que se echa a faltar un mayor énfasis en la relación personal entre Symonds y Crowley (a veces, el autor parece demasiado interesado en que quede claro su desprecio por el personaje: basta leer al propio Crowley para saber que podía ser un tipo profundamente despreciable), visto lo muy bien documentado que está el libro en otros muchos aspectos. No obstante, es innegable que Crowley es un caramelo para cualquier biógrafo, y que, volviendo al principio, dudo que nadie que se acerque a este libro, editado con la calidad que caracteriza a Siruela, se vaya a aburrir leyéndolo.