ÁTAME. 1990. 97´. Color.
Dirección: Pedro Almodóvar; Guión: Pedro Almodóvar; Dirección de fotografía: José Luis Alcaine; Montaje: José Salcedo; Música: Ennio Morricone; Diseño de producción: Esther García; Diseño de vestuario: José María de Cossío; Producción: Enrique Posner y Agustín Almodóvar, para El Deseo (España).
Intérpretes: Victoria Abril (Marina Osorio); Antonio Banderas (Ricky); Loles León (Lola); Julieta Serrano (Alma); Francisco Rabal (Máximo Espejo); María Barranco (Doctora); Rossy de Palma (Traficante); Lola Cardona (Directora del psiquiátrico); Montse G. Romeu, Emiliano Redondo, Oswaldo Delgado, Concha Rabal, José María Tasso, Manuel Bandera.
Sinopsis: Un joven, recién salido del psiquiátrico, secuestra a la actriz de la que está enamorado con la intención de que la chica se enamore de él.
Luego de obtener un enorme éxito a nivel internacional con Mujeres al borde de un ataque de nervios, Pedro Almodóvar decidió proseguir su carrera con Átame, un melodrama con toques de humor que, en ciertos aspectos, supone una transición entre la obra anterior del director manchego y las películas que llegarían después.
La originalidad de la historia es inexistente, pues se trata de un remake castizo de El coleccionista, la gran película de William Wyler. Almodóvar la lleva a su terreno, el de los personajes extremos y el artificio petardo, con buenos resultados. El film posee frescura, una lograda atmósfera y un desarrollo que consigue ser coherente dentro del desfase. Átame es una película que hoy no podría hacerse, al menos en España, porque sería considerada una apología directa de la violencia machista y los talibanes de la feminidad le impondrían el veto. No obstante, en 1990 las cosas eran distintas, la libertad de expresión mayor, y Almodóvar tenía el privilegio de hacer lo que le diera la gana.
Los personajes de Átame son seres golpeados por la vida, cuya existencia puede considerarse marginal. Ricky se quedó huérfano a los tres años, y en las dos siguientes décadas sólo ha conocido orfanatos, correccionales y psiquiátricos. Vive obsesionado con Marina, una actriz porno, adicta a la heroína, con la que tuvo un encuentro sexual durante uno de sus permisos. Por eso, lo primero que se le ocurre a Ricky en cuanto sale del manicomio es ir a verla. Ella ni le recuerda, está inmersa en el final del rodaje de una película de terror, que será la obra póstuma de un veterano cineasta que se halla postrado en una silla de ruedas, y no quiere saber nada de él. En consecuencia, a la mente enferma de Ricky sólo se le ocurre raptarla hasta conseguir que su amor por Marina sea correspondido.
Almodóvar, que una vez más hace gala de su pasión por el colorismo kitsch (resaltado por el, una vez más, notable trabajo de José Luis Alcaine) en las escenografías, utiliza con profusión los primeros planos para mostrar, a través de sus rostros tanto como de sus palabras, la transformación que sufren sus personajes, todo ello al servicio de un melodrama sobre el Síndrome de Estocolmo que investiga sobre algo tan personal y, por tanto, tan resbaladizo, como es la mecánica del deseo. Ricky entra, con la sutileza de un elefante en una cacharrería, en la vida de Marina, que transcurre entre malas películas, chutes de caballo y relaciones sexuales esporádicas y, a la postre, insatisfactorias. Después de la lógica resistencia inicial ante la actitud del tarado que la secuestra, a Marina la conquistan dos cosas: su sinceridad (no hay asomo de hipocresía en Ricky) y su destreza sexual, ampliamente trabajada tras las paredes del psiquiátrico. Es sintomático que Marina recuerde a Ricky en mitad del coito, lo que me hizo pensar en una frase que dijo Ava Gardner refiriéndose a Frank Sinatra: «Era muy bueno en la cama. Y una mujer es incapaz de pensar cuando tiene delante a un hombre hábil entre las sábanas». Sea como fuere, el secuestro tiene fecha de caducidad: tarde o temprano, de una manera u otra, Marina recuperará la libertad: lo que ha provocado su secuestro es que ella pueda decidir su futuro con conocimiento de causa. Se agradece a Almódovar el hecho de haberse dejado la moralina en el tintero, qué duda cabe. La música de Ennio Morricone no está entre las mejores del genio romano; de hecho, el mejor momento musical de la película lo brinda Resistiré, del Dúo Dinámico, una de esas canciones que justifican por sí solas toda una carrera.
Victoria Abril siempre me ha parecido una de las mejores actrices de cine que ha dado este país, y creo que en Átame lo demuestra con creces. La apuesta de Almódovar por los primeros planos queda en gran parte justificada por la expresividad del rostro de la actriz. Por su parte, Antonio Banderas nunca estuvo mejor que aquí, ni antes, ni después. Le ayuda que su personaje sea de una sola pieza, pero aún así, su interpretación es meritoria. Entre los secundarios, destacan el desparpajo de dos prototípicas chicas Almodóvar como Loles León y Rossy de Palma, la intensidad de dos grandes de la escena como Julieta Serrano y Lola Cardona, y la capacidad de Paco Rabal para mostrar lo que ocurre cuando el cerebro mantiene una actividad sexual que el cuerpo, ya en el ocaso, es incapaz de darle.
Como Matador, Átame me parece una de las obras más destacables de Almodóvar, cosa que me distancia de gran parte de los seguidores del director manchego. Es una copia, sí, pero bien hecha, en la que las virtudes de su autor, en general más apreciables en la mezcla de géneros que en los dramas o comedias más casados con la ortodoxia, se imponen sobre sus tics más irritantes.