HOUSE OF CARDS. 1968. 104´Color.
Dirección: John Guillermin; Guión: James P. Bonner, basado en la novela de Stanley Ellin; Dirección de fotografía: Piero Portalupi; Montaje: J. Terry Williams; Música: Francis Lai; Dirección artistica: Alexander Golitzen, Aurelio Crugnola y Frank Arrigo; Vestuario: Edith Head; Producción: Dick Berg, para Universal Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: George Peppard (Reno Davis); Inger Stevens (Anne de Villemont); Orson Welles (Leschenhaut); Keith Michell (Dr. Morillon); Perrette Pradier (Jeanne-Marie); Geneviève Cluny (Veronique); Maxine Audley (Mathilde Rosier); Ralph Michael (Claude De Gonde); Jacques Roux (Maguy); Patience Collier (Gabrielle de Villemont); William Job (Bourdon); Peter Bailyss, Barnaby Shaw, Ave Ninchi, Renzo Palmer, Rosemaru Dexter.
Sinopsis: Reno, un buscavidas estadounidense, que está sin blanca en París, es contratado para ser el tutor del joven Paul de Villemont, heredero de una familia noble francesa. El forastero no tarda en descubrir que la poderosa familia oculta muchos secretos.
John Guillermin, director británico que hizo varias películas estimables en su tierra, dio el salto a los Estados Unidos para especializarse en el cine de acción, género al que puede adscribirse esta rareza llamada Castillo de naipes.
El principio del film, en el que se ve el cadáver de un hombre flotando sobre el Sena, y a un transeúnte que observa al muerto desde un puente con expresión satisfecha, levanta unas expectativas que el resto del film pocas veces llega a cumplir. A caballo entre una búsqueda de la comercialidad a veces incluso tosca (véase el final), y las influencias del cine político y de acción europeo de la época, Castillo de naipes es una de esas películas tan de su época en las que, pese a disfrazarse con otros ropajes, no cuesta ver el influjo de la saga de James Bond. Lo que podría haber sido un interesante thriller político, en el que una poderosa familia es el núcleo de una toma de poder fascista a escala occidental, se convierte en una americanada de la altura del Coliseo romano, lugar donde tiene lugar su clímax. Un yanqui cínico y seductor se convierte, desde su puesto de tutor de un niño demasiado aficionado a las pistolas, en el antídoto contra un complot urdido durante años por gentes con mucho poder. Si les suena lo del héroe salvador con barras y estrellas, no se extrañen: es porque lo han visto docenas de veces.
El film tiene, eso sí, la gracia de que la paranoia anticomunista habitual es sustituida por un énfasis en las conspìraciones de extrema derecha que en absoluto ha pasado de moda. Más allá de esto, Castillo de naipes no pasa de ser un intento de Bond. Y no hablo sólo del protagonista, ni de la construcción de la trama a través de un guión al que le faltan originalidad y punch: diría que, con sus efectistas movimientos de cámara y su a veces innecesario uso del zoom, Guillermin se estaba postulando como futuro director de algún film de la saga 007. Si dejamos esto al margen, la parte estética de la película está bastante lograda, y la música de Francis Lai ofrece con frecuencia unos matices que las palabras consiguen mostrar sólo a ratos. Los momentos de comedia no son demasiado ingeniosos y las escenas de acción no me parecen demasiado creíbles; en cambio, el ritmo no decae.
George Peppard nunca fue la estrella que durante varios años Hollywood se esforzó en vender: le faltaban recursos interpretativos y ese punto que distingue a los galanes de los grandes actores cuyo magnetismo atrae, bien que de manera distinta, al público de ambos sexos. Se esfuerza en justificar su absoluto protagonismo, pero no acaba de convencer. En su descargo hay que decir que tampoco el guión le ayuda en exceso. Inger Stevens fue una buena y bella actriz, cuyo temprano suicidio nos privó de una estrella con muchas posibilidades. Aquí, es lo mejor de la función, junto a las intervenciones de un Orson Welles que pasaba por allí buscando dinero para financiar sus propias películas. En cambio, Keitch Michell no me parece un dechado de expresividad, y el resto de secundarios no va más allá del aprobado.
Como simple producto de entretenimiento, Castillo de naipes no decepciona. Su intento de ser algo más es lo que la hace caer en la mediocridad, en su carácter de película prescindible.