Empezaré por decir que me repugna la ideología que, a juzgar por informaciones más fiables que el bulo que soltó un plumilla indocumentado hace unos meses, defiende el futbolista ucraniano Roman Zozulya. Sin embargo, todo el escándalo organizado con su frustrada cesión al Rayo Vallecano me parece un soberano disparate. En primer lugar, muestra que en este país se le da al fútbol una importancia desmesurada. Zozulya, como cualquier hijo de vecino, posee el derecho a tener las ideas políticas que le dé la gana. Ha venido a España a jugar al fútbol (cosa que, por el momento, ha hecho poco y mal, pero eso es problema de los béticos y, desde luego, del director deportivo del club de Heliópolis) no a dar conferencias ni a recaudar fondos para su causa. Yo no le pregunto al lampista o a la dependienta de la frutería si apoyan a alguna de las muchas facciones de la izquierda, votan al PP, a Ciudadanos, son indepes o echan de menos a Franco. Mientras no hagan proselitismo y me escojan como víctima, allá cada cual. Por lo que sé, el comportamiento profesional de Zozulya desde que llegó a España es intachable. Lo demás, sobra. Dicen que ciertos grupos de seguidores radicales de clubs de fútbol se sitúan en la extrema izquierda y otros, en la extrema derecha: uno no es capaz de distinguir diferencias de comportamiento entre unos y otros. En el fútbol, el reino de los justos está muy vacío, pero, en esta parte del planeta, los púlpitos en los que gentes en exceso atrevidas se atreven a impartir lecciones morales que no se aplican a ellas mismas, están demasiado llenos.