A FAREWELL TO ARMS. 1932. 77´. B/N.
Dirección: Frank Borzage; Guión: Benjamin Glazer y Oliver H.P. Garrett, basado en la novela de Ernest Hemingway; Director de fotografía: Charles Lang; Montaje: Otho Lovering y George Nichols, Jr.; Música: Bernhard Kaun, Paul Marquardt, Milan Roder, Herman Hand, John Leipold, Ralph Rainger y W. Franke Harling; Dirección artística: Roland Anderson y Hans Dreier; Producción: Frank Borzage, para Paramount Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Helen Hayes (Catherine Barkley); Gary Cooper (Teniente Frederic Henry); Adolphe Menjou (Rinaldi); Mary Philips (Helen Ferguson); Jack LaRue (Sacerdote); Blanche Friderici (Jefa de enfermeras); Mary Forbes (Srta. Van Campen); Gilbert Emery (Oficial británico); William Irving, Fred Malatesta, Peggy Cunningham, Gino Corrado, Marcelle Corday.
Sinopsis: En la Primera Guerra Mundial, un joven estadounidense se alista en el Cuerpo de Ambulancias italiano y conoce a una enfermera británica de la que se enamora.
Famoso por haber dirigido varios films importantes en la época del cine mudo, como El séptimo cielo o El ángel de la calle, el prolífico director Frank Borzage superó con éxito la transición al sonoro, etapa en la que una de sus primeras obras de referencia fue Adiós a las armas, primera adaptación cinematográfica de una de las novelas más conocidas de Ernest Hemingway. La película es recordada hoy como una de las obras clásicas del subgénero amor en tiempos de guerra, que tan buenos resultados comerciales (no tanto artísticos) ha dado a Hollywood a lo largo de su historia.
La película desborda romanticismo, característica recurrente en los films de su director, pero no ha envejecido demasiado bien. No tanto en el estilo, que a pesar de ser deudor del cine mudo es brillante y ofrece unos movimientos de cámara de gran dificultad y elegancia, sino en el aspecto narrativo, presa de un sentimentalismo trasnochado que resta credibilidad al conjunto. El romance entre el soldado y la enfermera, que ya Hemingway (escritor que tiene un par de obras mayores y muchas mediocres) retrató de un modo en exceso arrebatado, se edulcora todavía más por culpa de un guión lleno de tópicos, en el que lo que más se agradece son la concisión y los escasos apuntes cómicos en una historia que se toma demasiado en serio a sí misma. Confieso que las películas en las que un amor puro y sincero se enfrenta a todo tipo de dificultades me parecen un quitapenas barato sólo apto para mentes enfermas de ñoñería, pero no dejo de reconocer que hay unas cuantas películas magníficas de besos y bombas. Esta primera versión de Adiós a las armas, con todos sus aciertos, se queda un par de escalones por debajo de ellas. Creo que el idilio entre los protagonistas, tal y como es presentado, exige del espectador una fe de la que carezco, y que los excesos melodramáticos, en especial en la última parte del film, juegan en su contra. Y es una pena: la historia original, sin ser una maravilla, daba para más, y la excelente fotografía, llena de claroscuros, en la que se alternan los primeros planos de unos protagonistas que sólo son verdaderamente felices cuando están solos, con planos generales de un mundo en guerra empeñado en separarles (no sólo las bombas, sino las compañías más frecuentes del soldado y la enfermera no hacen otra cosa que obstaculizar sus amores hasta que es demasiado tarde), sí posee la calidad de las obras mayores.
La película, además, requiere de una química entre los protagonistas que uno no acaba de ver. Helen Hayes, que venía de ganar el Oscar con su primer gran papel en El pecado de Madelon Claudet, y de brillar a las órdenes de Ford en El doctor Arrowsmith, pone empeño y una gracia indiscutible en su interpretación, aunque le sobran mohínes; por contra, Gary Cooper, un actor que ya había rodado varios films de categoría pero que maduró tarde, ofrece una interpretación envarada que no está a la altura de su fama. Le supera con creces Adolphe Menjou, en el papel de un hombre al que, pese a ser el mejor amigo del oficial yanqui, la mezcla de los celos y un concepto exagerado de los deberes castrenses le hacen sabotear su noviazgo. Del resto de intérpretes, el trabajo de Mary Philips me parece también mejorable, y quien mejor labor hace es Jack LaRue, un buen secundario de los de toda la vida.
En nuestros tiempos, Adiós a las armas puede ser más reivindicada por sus aciertos estilísticos que por el arrebato romántico al que debe su fama, pero no creo que se encuentre entre los mejores trabajos de ninguno de sus principales artífices, si exceptuamos al director de fotografía, Charles Lang.