El balance final de la huelga de taxistas deja mucho más vencidos que vencedores. Por un lado, un gremio de lo más auto-regulado ha hecho una demostración de fuerza que lo único que ha conseguido es demostrar que es más fácil paralizar una ciudad, o varias, que ir contra el signo de los tiempos. Por otra parte, empresas como Uber o Cabify, a las que con la ley en la mano es muy difícil cortar las alas, lo único que aportan, como otras muchas sociedades mercantiles incluidas en eso que llaman nueva economía, es más precariedad, más subempleo y más fraude. No obstante, el negocio del taxi, tal y como hoy se concibe, tiene fecha de caducidad, porque si algo está demostrado en la economía de nuestro tiempo es que lo barato triunfa, aunque sea malo. Ocurre en todos los sectores, y así pasará también en el transporte urbano de pasajeros. En conclusión, este asunto deja un aroma a derrota, que por otra parte es el olor de Barcelona un día laborable de agosto a primera hora de la mañana: olor a orines, a sudor mal combatido, a perfume de puta barata, a bostezos apenas reprimidos, a restos del naufragio, a quiero y no puedo, a degeneración. Eso sí, tenemos unos manteros con los que podríamos montar un magnífico equipo de lucha libre. Enjoy Barcelona.