VOYAGE À TRAVERS LE CINÉMA FRANÇAIS. 2016. 190´. B/N-Color.
Dirección: Bertrand Tavernier; Guión: Bertand Tavernier; Dirección de fotografía: Jérôme Alméras, Simon Beaufils y Julien Pamart; Montaje: Marie Deroudille y Guy Lecorne; Música: Bruno Coulais; Producción: Frédéric Bourboulon, para Little Bear-Gaumont-Pathé (Francia).
Intérpretes: Bertrand Tavernier, Thierry Frémaux.
Sinopsis: El cineasta francés Bertrand Tavernier recupera las obras y autores que estimularon su vocación cinematográfica.
Cinéfilo empedernido y realizador él mismo de algunas películas de gran calidad, Bertrand Tavernier se explaya en Las películas de mi vida recordando a todos aquellos que, ya desde la infancia, le hicieron amar el cine hasta el punto de querer formar parte de ese mundo mágico. Hay que decir que este análisis, como bien indica el título original de la película, se circunscribe al cine francés, lo que no es un dato menor si tenemos en cuenta que hablamos de un director en el que la influencia del cine norteamericano es muy acusada. Lo mismo ocurría con el primer gran amor cinematográfico de Tavernier, Jacques Becker, a quien el director de La vida y nada más considera, no sin razón, el mejor cineasta francés anterior a la nouvelle vague en algunos aspectos fundamentales, como la introducción de un cine de género que no copiaba los tics de las obras que llegaban del otro del Atlántico y se cimentaba en elementos, tanto narrativos como visuales, genuinamente franceses. Lo que somos y lo que vamos a ser se forja en la infancia y la adolescencia, y por ello la huella del cine de Jacques Becker en Tavernier es tan profunda.
Mientras la figura de Becker goza de un prestigio crítico casi unánime, Tavernier muestra el carácter intrínsecamente personal de su viaje al elogiar a un cineasta mucho más controvertido, como Marcel Carné, a quien de forma sistemática se minusvalora pese a firmar obras mayúsculas como Le jour se lève y, sobre todo, Los niños del Paraíso. Algo tendría que ver Carné en ellas, dice Tavernier para contrarrestar las afirmaciones, sostenidas incluso por diversos colaboradores del director, de que éste era más responsable de los errores que de los aciertos de sus películas.
Dentro de un tono a la vez nostálgico y reivindicativo, llama la atención que Tavernier saque a la luz los vergonzantes vaivenes políticos de uno de los mayores cineastas galos de todos los tiempos, Jean Renoir. Militante marxista durante muchos años, el hijo de Auguste Renoir coqueteó con los alemanes tras la Ocupación, e incluso defendió la legitimidad del régimen colaboracionista de Vichy. Ello no obstante, Tavernier se une al masivo y justificado elogio que merecen films como La bestia humana, La gran ilusión y La regla del juego, al tiempo que afirma, no sin ironía, que sus incoherencias ideológicas pueden perdonársele cuando uno ve el baile final de French Can-Can, una de las películas más célebres que Renoir dirigió después de regresar a su país de origen.
Las figuras de Becker, Carné y Renoir le sirven a Tavernier para hablar del actor a quien más admiró, Jean Gabin, que trabajó a las órdenes de todos ellos. Gabin es el mejor actor francés del período analizado (desde la segunda mitad de la década de los 30 hasta los primeros años de las de lo 70), y en las palabras y los fotogramas elegidos por Tavernier se mezclan el afán didáctico y la sincera admiración. Esto nos abre a otro aspecto interesante: el análisis no se limita a los directores, sino que se extiende a otros destacados estandartes de la cinematografía francesa, entre quienes encontramos a dos compositores de la talla de Maurice Jaubert y Joseph Kosma, quienes trabajaban con mucha mayor libertad creativa que sus homólogos estadounidenses y crearon algunas bandas sonoras excepcionales.
Tavernier pasa de puntillas por la obra de los autores de la nouvelle vague (aunque alaba sin ambages Los cuatrocientos golpes y Pierrot el loco), y hace lo mismo, en un ejercicio de elegancia, con la de sus contemporáneos, con la excepción de Claude Sautet, un director al que considera magnífico y al que defendió, utilizando su condición de creador de opinión, desde su ópera prima, la excelente A todo riesgo. Especialmente jugosas son las anécdotas que explica Tavernier sobre el hombre que le dio la primera oportunidad de entrar de verdad en la industria del cine, el gran director Jean-Pierre Melville. Creo que a estas alturas ya ha quedado claro que los gustos cinematográficos de Bertrand Tavernier y los míos tienen muchos puntos en común, aunque estas coincidencias no se dan tanto en la obra de Melville, al que Tavernier conoció tan bien. Estoy de acuerdo en que Crónica negra no es tan magnífica como los films que la preceden, y en que El confidente es genial, pero pasar de largo Hasta el último aliento es, por decirlo en una palabra, injusto.
Aplaudo, en cambio, que Tavernier alabe las películas protagonizadas por Eddie Constantine, el héroe de acción por excelencia del cine francés de la posguerra, y que utilice su indudable predicamento entre la cinefilia para reivindicar la para mí desconocida obra del director Edmond T. Greville, o películas como Sangre en Indochina o La belle équipe, que sin duda merecen ser recuperadas. Una obra de este calibre debe contener un elemento divulgativo, sin el que quedaría como una extensa reflexión narcisista de un director veterano. Lejos de ello, Tavernier consigue contagiar al espectador la pasión que él mismo sigue sintiendo por el cine, por lo que Las películas de mi vida es un regalo para los cinéfilos, porque permite anotar o recordar películas de gozoso visionado, mezcla con acierto el análisis técnico y la anécdota y reivindica obras artísticas que jamás debemos permitir que se pierdan.