KILL THE MESSENGER. 2014. 110´. Color.
Dirección: Michael Cuesta; Guión: Peter Landesman, basado en la novela Dark alliance, escrita por Gary Webb y Nick Schou; Dirección de fotografía: Sean Bobbitt; Montaje: Brian A. Kates; Música: Nathan Johnson; Diseño de producción: John Paino; Dirección artística: Scott Anderson; Producción: Scott Stuber, Naomi Despres y Jeremy Renner, para Bluegrass Films-The Combine-Focus Features (EE. UU.).
Intérpretes: Jeremy Renner (Gary Webb); Mary Elizabeth Winstead (Anna Simmons); Rosemarie DeWitt (Sue Webb); Ray Liotta (John Cullen); Oliver Platt (Jerry Ceppos); Barry Pepper (Russell Dodson); Andy García (Norwin Meneses); Michael Sheen (Fred Weil); Robert Patrick (Ronald J. Quail); Gil Bellows (Agente Miller); Tim Blake Nelson (Alan Fenster); Lucas Hedges (Ian Webb); Paz Vega (Coral Baca); Aaron Farb, Clay Kraski, Yul Vázquez, Michael Kenneth Williams, Jen Harper, Steve Coulter, Susan Walters, E. Roger Mitchell, Michael H. Cole, .
Sinopsis: Un periodista descubre que algunos poderosos traficantes de droga operan en los Estados Unidos con el apoyo de distintas agencias gubernamentales.
Director cuya carrera se inició en los albores del presente siglo, Michael Cuesta ha alternado cine y televisión, medio en el que ha tomado parte en algunas de las series más importantes de los últimos años. Existe un extendido consenso en la idea de que la carrera de Cuesta tuvo un muy buen despegue, con L.I.E. y, sobre todo, El fin de la inocencia, y también al afirmar que la carrera posterior del cineasta no ha respondido a las expectativas generadas en sus dos primeras películas. No obstante, Matar al mensajero es, y así se la considera, una obra notable.
El quinto largometraje dirigido por Michael Cuesta es un atinado intento de recuperar el thriller político de los 70, género en el que brillaron cineastas como Sydney Pollack y Alan J. Pakula, a fuerza de reivindicar una profesión, el periodismo, que no atraviesa por uno de sus mejores momentos. Lo hace, sin embargo, desde un ángulo más escéptico que el usualmente utilizado por el Hollywood más liberal, visión marcada, sin duda, por el destino de Gary Webb, el reportero cuyas vivencias se narran en la película. Se incide en esa temática tan norteamericana del hombre honesto enfrentado a un sistema corrupto, aunque el sentido de la realidad supere aquí al idealismo.
La película, cuyos títulos de crédito están realmente logrados, se inicia con las pomposas declaraciones de varios presidentes norteamericanos (de Nixon a Reagan, en concreto) que subrayan en sus discursos la lacra que supone el tráfico de drogas, y los ambiciosos planes de sus gobiernos para erradicarlo. Y aquí entra en escena Gary Webb, un periodista que trabaja para un pequeño diario californiano y que, casi por casualidad y gracias a la novia de un traficante a punto de ser juzgado, accede a una información que será la causa de su éxito y su desgracia. Primero, Webb descubre que un poderoso narcotraficante centroamericano trabaja en realidad para el gobierno estadounidense. Tirando de ese hilo, Webb llega a algo mucho más gordo: la convicción de que ese y otros capos de la droga introdujeron su mercancía en los Estados Unidos con la connivencia de la CIA, que utilizó parte de los pingües beneficios obtenidos en la operación, desarrollada durante la presidencia de Ronald Reagan, para financiar a la Contra nicaragüense. ¿La lucha contra el comunismo era suficiente justificación para que las calles de Norteamérica se llenaran de droga barata y altamente adictiva, que hizo estragos en los barrios más deprimidos del país, mayoritariamente habitados por personas de raza negra? Por supuesto, Webb y la CIA tienen diferentes respuestas para esta pregunta.
Viendo Matar al mensajero, uno tiene claro que Michael Cuesta conoce bien las obras más importantes de Oliver Stone, es decir, las que van de Salvador a Nixon. Mucho en esta película recuerda al Stone más inspirado y combativo, que denuncia la podredumbre del sistema y la doble moral que reina en las altas esferas políticas. El estilo visual, enfático e impactante, también recuerda al director neoyorquino, aunque el montaje es menos sincopado y el número de planos, más próximo a los estándares. El ritmo narrativo es alto, y sólo decae en algunas de las escenas que muestran la vida familiar de Webb, un hombre cuya lucha por demostrar la verdad le condena al ostracismo, como resulta evidente en la escena en la que se muestra el contraste entre la entrega de premios soñada y la real. Iniciada la operación para destruirle, y con ello desacreditar su historia, Webb encuentra más sospechas que apoyo entre sus compañeros de profesión y sus propios editores, que dudan de la veracidad de los testimonios recogidos.
Considero que Jeremy Renner es uno de esos actores capaces de levantar por sí solos una película que se sostiene con dificultad. Cuando el guión es sólido, y el director competente, el talento de Renner sobresale como lo hace en esta película, en la que su interpretación es sobresaliente a la hora de mostrar la vehemencia, las dudas y el desamparo de su personaje. Mary Elizabeth Winstead, actriz que da vida a la editora del diario para el que trabaja Webb, está a un nivel sólo correcto, que no alcanza el mostrado por Renner, ni tampoco por Rosemarie DeWitt, que interpreta a la esposa del protagonista. El punto fuerte está en los secundarios masculinos, empezando por un Ray Liotta cuya casi onírica y puntual aparición es de primer nivel. La labor de Andy García, Tim Blake Nelson, Gil Bellows u Oliver Platt es también destacable, aunque mi otro secundario favorito de la película es un Michael Sheen que siempre aporta su sello de calidad. Como nota exótica, decir que el papel de la novia del narcotraficante que suministra información a Webb está interpretada por Paz Vega, que en su breve intervención explota su evidente sensualidad.
Película dura, poderosa y con moraleja: si te enfrentas al sistema, no dejes ni un cabo suelto porque te destruirán. Matar al mensajero es un homenaje a su protagonista, pero también un retrato de lo podridas que están nuestras sociedades, y de lo poco que eso nos importa.