THE ACT OF KILLING. 2012. 117´. Color.
Dirección: Joshua Oppenheimer; Guión: Joshua Oppenheimer y Christine Cynn; Dirección de fotografía: Carlos Arango de Montis y Lars Skree; Montaje: Niels Pagh Andersen, Mariko Montpetit, Janus Billeskov Jansen, Charlotte Munch Bengtsen y Ariadna Fatjó Vilas-Mestre; Producción: Anne Köhnke, Christine Cynn, Michael Uwemedimo y Signe Byrge Sorensen, para Final Cut For Real-Piraya Film-Novaya Zemlya-Spring Films (Dinamarca-Noruega-Reino Unido).
Intérpretes: Anwar Congo, Herman Koto, Syamsul Arifin, Ibrahim Sinik, Yapto Soerjosoemarno, Safit Pardede, Jusuf Kalla, Adi Zulkadry, Soaduon Siregar, Suryono, Haji Marzuki, Haji Anif, Rahmat Shah, Sakhyan Asmara.
Sinopsis: Varios asesinos confesos de opositores a la dictadura de Suharto recrean sus crímenes ante las cámaras.
Poca gente había oído hablar de Joshua Oppenheimer antes del estreno de The act of killing, un documental que causó un notable impacto por su capacidad para mostrar los aspectos más detestables de esa especie presuntamente racional a la que pertenecemos. La película triunfó en festivales de medio mundo, y no pocos consideran que estamos ante uno de los films imprescindibles estrenados en el siglo XXI. Por motivos morales y estrictamente cinematográficos, me sumo a la opinión.
Es sabido que todo régimen político de carácter totalitario (es decir, la mayoría de los existentes) necesita, para alcanzar el poder y, por supuesto, para mantenerlo, que de su masa de entusiastas brote un número significativo de gente dispuesta a matar a los enemigos de la causa. Cuando al entusiasmo le sucede, de manera inevitable, la decepción, el miedo es la mejor forma de mantener la obediencia del rebaño, y los asesinos son, si cabe, todavía más necesarios para el régimen. Esto, que ha ocurrido en todas partes, y sigue sucediendo en muchas, ocurrió en Indonesia a mitad de los años 60, cuando un golpe militar llevó al poder a un grupo de fanáticos anticomunistas que puso un excepcional celo en exterminar a cualquier sospechoso de abrazar esa ideología. Casi medio siglo después de esos hechos, el régimen creado entonces permanecía en el poder, y Oppenheimer y su equipo viajaron al país para entrevistar a algunos de los responsables directos de aquellas matanzas. El monstruo más conocido que creó la Guerra Fría en el Extremo Oriente se llama Vietnam, pero Indonesia también tiene lo suyo. En otras latitudes, quienes torturaron y asesinaron en nombre de una dictadura fueron juzgados y condenados, aunque para ello haya sido necesario un cambio de régimen político que, en Indonesia, no se ha dado. Por ello, los sicarios de Suharto jamás han pagado por sus crímenes y viven desde hace décadas en la más absoluta impunidad, amparados por una organización paramilitar (la Juventud Pancasila) que campa a sus anchas por el país y posee más de tres millones de miembros.
Oppenheimer elabora su film desde una doble vertiente: como análisis de lo absurdo de la barbarie y como crónica de una toma de conciencia, la del único asesino confeso que declara ante las cámaras sentir algún tipo de remordimiento por lo que hizo en su juventud. En la primera cuestión, The act of killing es tan afilada como terrorífica; sus protagonistas, que no sólo no niegan sus crímenes, sino que se jactan de ellos y no rehúsan recrearlos ante las cámaras, son individuos de apariencia más ridícula que terrible: de hecho, nos parecerían unos secundarios de película ochentera de Jackie Chan de no ser porque sabemos que cometieron infinidad de asesinatos a sangre fría. Ellos se llaman a sí mismos gángsters (palabra que, para ellos, es sinónimo de «hombres libres») y tratan de imitar a los glamurosos criminales del cine negro facturado en Hollywood, pero se parecen tanto a ellos como los mafiosos sicilianos a Don Vito Corleone. El mal es, casi siempre, mucho más vulgar que sofisticado, mucho más zafio que retorcido y, las más de las veces, en él no hay ni pizca de inteligencia. Esto es lo que vemos y oímos. Y la perspectiva es completa: se muestra a los verdugos como peones sanguinarios de un régimen corrupto hasta la médula, en el que se extorsiona sin disimulo a los comerciantes de origen chino, se utiliza a las jóvenes como a prostitutas y se goza en todo momento de la protección de las más altas instancias del Estado. Oppenheimer no necesita manipular al espectador (sí lo hace con los protagonistas, que durante mucho tiempo creen estar protagonizando un panegírico que se mueve entre el sadismo y lo kitsch): el testimonio de los propios retratados y el descaro con el que narran su pasado y muestran su presente posee mucha más elocuencia que cualquier discurso que se hubiera podido elaborar.
Queda analizar el otro aspecto fundamental: la toma de conciencia de uno de los verdugos. Aquí, Oppenheimer descubre el filón en las pesadillas que dice sufrir Anwar, uno de los asesinos, y hurga hasta que la herida se hace imposible de ocultar. Utiliza para ello el poder de su arte: es precisamente en el momento en el que Anwar interpreta a un prisionero torturado y asesinado a las órdenes de Oppenheimer cuando Anwar deja atrás la cosificación de sus víctimas y asume que todas ellas eran seres humanos a quienes arrebató la vida sin piedad, seres como él que murieron sólo por haber sido acusados de simpatizar con el bando perdedor. En el resto de los verdugos, la miseria moral no deja otro resquicio que la percepción de que lo que se narra en la película puede perjudicar a su movimiento. De hecho, el discurso exculpatorio de Ady Zulkhadry, otro de los ejecutores, llega a sobrecoger porque, al margen de su crueldad, en él sí que se trasluce una inteligencia perversa que lo hace difícil de rebatir.
En las grandes películas, estilo y discurso van muy unidos, y The act of killing pertenece a esa categoría. Oppenheimer oscila entre lo tenebroso de lo narrado y el colorismo chillón tan propio de la zona y tan presente en la estrafalaria vestimenta de los protagonistas. El contraste entre el paisaje de Indonesia y la maldad que en él se encierra es el mismo que existe entre la película que filman los personajes (lo que ellos creen ser) y la descripción de sus brutales asesinatos (lo que son). El director juega con estos elementos sin pretender buscar una falsa objetividad (interviene en su obra, y mucho), hasta conseguir narrar otras historias, además de la de un horrible crimen de lesa humanidad semidesconocido en Occidente, y conseguir darle un sentido a su historia, un carácter de verdadera denuncia, gracias al poder catártico del arte. Utiliza, además, a todos los tipos humanos posibles en semejante contexto; el asesino torturado, el vulgar carnicero aficionado a travestirse, el ejecutor despiadado con discurso, los cabecillas paramilitares que se comportan como verdaderos señores feudales, los instigadores de la masacre, los que lo sabían todo y niegan saberlo, los políticos cómplices (y principales beneficiarios de los delitos cometidos por los paramilitares), preocupados por la mala imagen y gerifaltes de un régimen que se encuentra entre los más corruptos del mundo, e incluso las víctimas que han decidido enterrar su pasado para seguir sobreviviendo. Hay varias escenas magistrales, en las que el director pone a sus protagonistas cara a cara con sus crímenes para mostrar su banalidad, así como un videoclip estilo Bollywood que no pretende atenuar el horror, sino acentuarlo. El conjunto es excelente, como duro retrato de la naturaleza humana y como radiografía del verdadero terror. En la frase de Voltaire que da inicio a la película está toda ella, pero el mérito de Oppenheimer es saber plasmar todo eso con tal riqueza de matices y con un saber hacer estilístico propio de alguien mucho más experto. Gran obra cinematográfica, sin duda.