THE GODFATHER PART III. 1990. 164´. Color.
Dirección : Francis Ford Coppola; Guión: Francis Ford Coppola y Mario Puzo, basado en la novela de este último; Director de fotografía : Gordon Willis; Montaje : Lisa Fruchtman, Barry Malkin, Walter Murch; Diseño de producción: Dean Tavoularis; Música: Carmine Coppola, Nino Rota. Dirección artística: Alex Tavoularis; Diseño de vestuario: Milena Canonero; Producción: Francis Ford Coppola, para Paramount Pictures (EE.UU).
Intérpretes: Al Pacino (Michael Corleone); Andy García (Vincent Mancini); Talia Shire (Connie Corleone); Diane Keaton (Kay Adams); Sofia Coppola (Mary Corleone); Eli Wallach (Don Altobello); Joe Mantegna (Joey Zasa); George Hamilton (B.J. Harrison); Richard Bright (Al Neri); Bridget Fonda (Grace Hamilton); Raf Vallone (Cardenal Lamberto); Franc D´Ambrosio (Anthony Corleone); Donal Donnelly (Arzobispo Gilday); Helmut Berger (Frederick Keinszig); Al Martino (Johnny Fontane); Franco Citti (Calo); John Savage (Padre Hagen); Mario Donatone (Mosca); Don Novello, Vittorio Duse.
Sinopsis: A finales de los 70, Michael Corleone es un hombre prematuramente viejo que es condecorado por sus obras de caridad y quiere abandonar definitivamente el negocio del juego, y cualquier otro que le relacione con el mundo del crimen, para poder legar un apellido limpio a sus dos hijos, Anthony y Mary.
Otro lugar común: la tercera parte de El Padrino es inferior a las anteriores. Pues miren, sí y no. Durante las dos primeras horas de metraje, es verdad que en ocasiones la película no alcanza la perfección técnica e interpretativa de sus dos ilustres antecesoras, a las que supera (sí, supera) en el tour de force final, en esos últimos 40 minutos de montaje paralelo marca de la casa que, además de apabullar (otra vez) por su excelencia cinematográfica, emocionan más que cualquiera de los finales de los films precedentes.
Han pasado muchos años, para los personajes de la película y para sus hacedores, desde la segunda parte. Algunos de los nombres clave de la trilogía ya no aparecen en la tercera parte, como el del gran compositor Nino Rota, fallecido a finales de los 70, o el de Robert Duvall, en este caso por desavenencias contractuales. No obstante, El padrino III es un dignísimo final a una genial obra de arte que, en conjunto, no tiene parangón en la historia del cine.
Michael Corleone tiene ya 60 años, problemas de salud importantes y un sentimiento de culpa que le persigue y del que intenta redimirse donando auténticas fortunas a organizaciones benéficas. Sus obras de caridad hacen que la Iglesia católica le conceda la medalla de la Orden de San Sebastián, ceremonia con la que arranca la película.
Si el tema de la segunda parte era la traición, los de la tercera son la soledad y la nostalgia. La primera escena marca el camino: mientras las imágenes nos muestran el abandono de la que fue residencia familiar de los Corleone, un avejentado Michael escribe una carta a sus hijos, cuya educación confió a su madre, invitándoles a asistir a la ceremonia mencionada en el párrafo anterior. Por ellos, y por salvar su alma, atormentada sobre todo por el asesinato de Fredo, Michael tiene decidido abandonar los negocios ilegales de la Familia, y engrandecer su poder y su fortuna respetando la ley. La película, como las anteriores, empieza con una fiesta, el homenaje a un hombre prematuramente viejo que sigue siendo más temido que querido, y que apenas puede confiar en nadie, a excepción de su hermana Connie y del siempre leal Neri. Un Michael apenado ese día aún más de lo normal porque su hijo Anthony ha decidido abandonar sus estudios de Derecho y dedicarse a la ópera, un hombre herido que sólo recupera la sonrisa y el brillo en los ojos cuando baila un vals con su hija Mary, a semejanza de aquel que bailó su padre en la boda en la que comenzó todo, cinematográficamente hablando. En la fiesta aparecen tres personajes que tendrán mucho que ver en el posterior desarrollo de la historia: Vincent Mancini, Don Altobello y Joey Zasa. Este último es quien lleva, al parecer con mucho menos estilo del que tiene en el vestir, los negocios ilegales de los Corleone en Nueva York. Para él trabaja Vincent, hijo bastardo de Sonny Corleone, del que ha heredado su temperamento explosivo. Zasa y Mancini son enemigos irreconciliables, y acuden a Michael para que resuelva su conflicto. En el encuentro, Vincent acaba agrediendo a Zasa, y tras ese ejemplo de salvajismo, que hace recordar a Michael al hermano fallecido, el Don decide adoptar a Vincent como a un hijo, pues ve un diamante en bruto en ese matón barato que es el Vincent que entró por primera vez en su despacho. Don Altobello es un viejo capo mafioso, que fue amigo de su padre y tiene muchos y buenos contactos en las altas esferas de la política y de la Iglesia.
Las dos maniobras de Michael, abandonar los negocios ilegales y conseguir el control de una de las principales compañías inmobiliarias del mundo, vinculada a la jerarquía católica, ofreciendo a cambio una fortuna que permita sanear las cuentas del Banco del Vaticano (el cual está en la ruina), fracasan. Cuando comparece ante la Comisión de capos mafiosos para anunciarles, previa generosa recompensa (excepto a Zasa, que monta en cólera por ello), que en adelante sus caminos se separan y algunos de los líderes del hampa le sugieren que deberían seguir juntos y participar ellos también de los beneficios de la inmobiliaria, a lo que Michael se niega, se organiza una carnicería de la que Michael escapa por muy poco, y gracias a Vincent. Por otra parte, los banqueros vaticanos y los jerarcas de la Iglesia piensan quedarse con el dinero de los Corleone, sin ceder por ello el control de la inmobiliaria. Estafarle, en una palabra. Respecto a la matanza de la Comisión, Michael sabe que Zasa es demasiado insignificante para haberla organizado. Descubre que quien lo hizo fue Don Altobello, justo antes de sufrir un severo coma diabético que le llevará al hospital. Traicionado, otra vez.
Mientras Michael se recupera, Connie y Vincent, que está enamorado de Mary Corleone y ya es una de las piezas importantes de la Familia, deciden acabar con Zasa. Michael desaprueba tanto la operación como los amores entre Vincent y Mary. Cansado, decide renunciar a ser Don en beneficio del hijo de Sonny, a quien ha ido puliendo hasta convertirlo en alguien digno de sucederle. La condición de Michael es que el nuevo Don renuncie a su hija.
Hasta aquí, la parte de la película que se queda sólo en sobresaliente, la que es más floja que las anteriores. El interés es continuo, no paran de suceder cosas narrativamente relevantes, el puzzle no deja piezas sueltas, pero vale, no es perfecta. Pese a ello, es excelente: la escena de la fiesta, así como las de la masacre de la Comisión y la del asesinato de Joey Zasa, están rodadas con la misma maestría de siempre. Pacino está (otra vez) inmenso, al igual que Diane Keaton, una Talia Shire cada vez más Lady Macbeth, y un Eli Wallach cuya actuación agota los calificativos. Andy García resulta creíble en su paso de Sonny a Vito Corleone, y no desentonar frente a semejante reparto ya es para nota. Quien sí desentona, y mucho, es Sofia Coppola, a la que su importante papel en el film le viene tan grande que ni la baja repentina de Winona Ryder (actriz elegida para el papel) justifica su presencia en la película. No obstante, en su personaje están algunos de los motivos de que esta obra cinematrográfica sea tan grande. Ya hablaré de eso más tarde.
En sus dos primeras horas, la película ya deja momentos inolvidables: el propio comienzo, el vals, la confesión de Michael ante el futuro Papa Juan Pablo I («¿De qué sirve confesarme, si no me arrepiento?»), la canción siciliana que Anthony le canta a Michael, y que lleva a éste a recordar a Apollonia… y, de entre todas las palabras que se dicen, una reflexión del protagonista: «Toda mi vida he intentado subir en la escala social. Quería llegar al lugar en el que todo sería legal y honrado pero, cuanto más alto subo, más podrido está el ambiente. ¿Dónde demonios acaba todo?». Michael Corleone es un personaje mesiánico reconvertido en nihilista, alguien que siempre peleó pensando que su lucha tenía sentido, y a la vejez descubre que no era así, que se ha equivocado aunque, seguramente, nadie en su pellejo podría haberlo hecho mejor.
Los últimos cuarenta minutos de la película son arte mayor, una obra maestra absoluta a la que no supera ninguna de las ocho horas anteriores de la trilogía. La excusa argumental es que Anthony, el hijo de Michael y Kay, va a cantar en la representación de la Cavalleria Rusticana que se celebra en Palermo. En Sicilia empezó todo, y allí tenía que acabar. Con el reencuentro de Michael y Kay, con la separación de Vincent y Mary, y con sangre. La familia Corleone, una vez más, va a destrozar a los que quieren destruirla, pero éstos son muchos y poderosos, y sus tentáculos llegan a todas partes. También, cómo no, a Sicilia, Michael lo sabe mejor que nadie. Neri, Calo y otros ejecutarán a los enemigos (quienes conozcan la historia del breve papado de Juan Pablo I, la quiebra del Banco Ambrosiano y el fin de Roberto Calvi no necesitan mayores explicaciones sobre esta sección del film, muy bien documentada por lo que uno sabe) pero, como le dice Michael a Vincent, tus enemigos van contra lo que más quieres. Montaje paralelo que es una maravilla en sí mismo, asesinos frente a asesinos, en un teatro de la ópera y en todo el mundo. Sangre, culpable e inocente, derramada. La coreografía de esas escenas, la extrema brillantez con que están resueltas la preparación y la ejecución de los asesinatos, son para bajar la cabeza y adorar a quienes las han creado. La muerte de Mary Corleone en la escalinata del teatro, el trágico final de ese personaje mal interpretado, como se ha dicho, pero en esa escena a quién carajo le importa, es uno de los momentos más conmovedores de la historia del cine. Ese grito ahogado de Michael Corleone ante la visión del cuerpo sin vida de su hija, ese aullido que es tan fuerte que en primera instancia ni le sale, es el rostro del dolor absoluto, de esa pena que, como dice la vidalita, es más grande porque va por dentro, pero llega a ser tan incontenible que por fuerza tiene que explotar. Es también un exorcismo artístico, porque Francis Ford Coppola había perdido a Giancarlo, su primogénito, pocos años antes. Es el final perfecto de la tragedia perfecta… o quizá no, falta algo, el verdadero final: el de Michael Corleone, triste, enfermo y solo. Su padre murió mientras jugaba con su nieto. Él murió varias veces, la última en las escaleras de un teatro. Lo demás, es sólo el cuerpo.
Por eso en la última escena, en que Michael está sentado al sol y suena el Intermezzo de Cavalleria rusticana, aparecen las tres mujeres que él más amó en su vida: Apollonia, su ex-mujer Kay y su hija Mary, todas ellas ya inalcanzables. Para mi es revelador el gesto que hace de ponerse las gafas de sol. No solamente para protegerse del sol, sino del dolor de enfrentarse a esos recuerdos.
Sólo por esa escena y los 40 minutos anteriores nadie puede decir que «desmerece» de sus hermanas. Y Al Pacino sigue estando INMENSO.
Totalmente de acuerdo. Hay quien cree que la poesía en el cine es recitar versos en off mientras la cámara recorre la orilla de un río. Pues no, poesía es mostrar sólo con imágenes cómo un hombre que lo ha tenido todo en la vida muere con el corazón roto. Lo de que la última parte de la trilogía mafiosa de Coppola es más floja que las anteriores es un tópico vacío de contenido, y creo que dice más de la pereza intelectual de quienes lo repiten que de la propia película. Ya dije en mi reseña que las dos primeras horas del film son excelentes, y los últimos 45 minutos, incluyendo la canción de Harry Connick Jr. en los créditos, más que eso. Una obra de arte de visionado obligatorio y digna de reverencia. Como sus hermanas.