La nota más destacada de las elecciones generales celebradas ayer es que el miedo a la derecha radical obró el milagro de que el CIS acertara en sus pronósticos. La debacle de un Partido Popular a la deriva, empeñado en impedir la invasión de Vox (que no ha sido para tanto, pese a los más de dos millones de apoyos obtenidos) a fuerza de asimilar el discurso del partido liderado por Santiago Abascal debería costarle el cargo a Pablo Casado y nos deja una lección muy significativa: que la mayoría de los votantes españoles opta casi siempre por la moderación. Pedro Sánchez y quienes le apoyan han ganado por centristas, no por rojos. Ciudadanos se postula para liderar el centro-derecha ante el batacazo de los populares, y Unidas Podemos respira porque el gran castigo recibido, que se traduce en la pérdida de casi treinta escaños, aún se temía peor. En clave catalana, el independentismo roza el 40% de los votos, logro no desdeñable pero que no satisface a su movilizada parroquia y cuyo reparto, sospecho, dejará heridas profundas en la post-Convergència, claramente derrotada por ERC. Lo mejor de las elecciones, con todo, es que ya pasaron, porque tampoco creo que el mapa político haya modificado el anterior statu quo de un modo demasiado relevante. Ahora, unos y otros tienen una legislatura entera para conseguir que nos sigamos avergonzando de todos ellos.