NINETEEN EIGHTY-FOUR. 1984. 113´. Color.
Dirección: Michael Radford; Guión: Michael Radford, basado en la novela de George Orwell; Director de fotografía: Roger Deakins; Montaje: Tom Priestley; Música: Dominic Muldowney, Eurythmics; Diseño de producción: Allan Cameron; Dirección artística: Martin Hebert y Grant Hicks; Producción: Simon Perry, Robert Devereux y Al Clark, para Umbrella Rosemblum Film Productions-Virgin (Reino Unido).
Intérpretes: John Hurt (Winston Smith); Richard Burton (O´Brien); Suzanna Hamilton (Julia); Cyril Cusack (Charrington); Gregor Fisher (Parsons); James Walker (Syme); Andrew Wilde (Tillotson); Roger Lloyd Pack, David Trevena, David Cann, Anthony Benson, Peter Frye, Pip Donaghy, Matthew Scurfield, Garry Cooper, Shirley Stelfox, John Boswall, Bob Flag.
Sinopsis: Un oscuro funcionario, que trabaja para un Gobierno todopoderoso que controla de manera absoluta a sus súbditos, da rienda suelta a los pensamientos rebeldes que albergaba en su interior cuando se enamora de una joven.
Era evidente que alguien pretendería estrenar una adaptación cinematográfica de 1984 justo en el año en el que George Orwell ubicó su futuro distópico. También era muy previsible que Hollywood, que por entonces ya había culminado con éxito su proceso de domesticación y/o marginación de todos los directores que en la década anterior tuvieron la escandalosa idea de creer que sus películas les pertenecían, no estuviera muy interesado en un material que haría que se le atragantasen las palomitas a su querido público medio, máxime en pleno apogeo de la era Reagan. Fueron, pues, los británicos quienes se atrevieron a llevar a la gran pantalla una de las novelas fundamentales del siglo XX, y de los que vendrán. El elegido para responsabilizarse de la adaptación fue un joven cineasta, Michael Radford, que el año anterior había debutado con éxito en la dirección de largometrajes. El film resultante tuvo un moderado éxito que no hace justicia a su calidad.
Vayamos con el gran tópico: el libro es mejor que la película. Y mejor que el 99% de los libros que se han publicado en el último siglo, me atrevo a añadir. Al margen de las obviedades, y partiendo de la base de que filmar el libro página a página hubiera dado un resultado cinematográfico poco excitante, en lo que hay que centrarse es en si la película respeta el espíritu del libro, consigue transmitir su mensaje y lo logra de un modo eficiente en lo cinematográfico. Opino que la respuesta a estas tres cuestiones es afirmativa. No hay genialidad, porque para eso hubiera hecho falta Stanley Kubrick, pero, pese a algunos problemas de ritmo en su parte central y a un excesivo esquematismo en la descripción de los hechos que culminaron en el poder omnímodo del Partido, la película es, como poco, notable, digna del carácter profético de la novela: desde la primera escena, asistimos a un espectáculo tan real como poco edificante: masas idiotizadas vitoreando los discursos propagandísticos del líder invisible, fanatismo sobre un fondo gris. El futuro de Orwell es como el de Leonard Cohen: un crimen. El instinto gregario de la gran mayoría de los seres humanos, íntimamente conscientes de su insignificancia y educados desde la cuna para no salirse de los márgenes, hace que la especie sea muy proclive a caer bajo el yugo totalitario. Desde siempre, los grandes enemigos del individuo y de su libertad de pensamiento son la religión y la patria. Orwell imagina un porvenir en el que ambos han sido sustituidos, o más bien sublimados, por el Partido, una organización todopoderosa que mantiene un férreo control sobre cada aspecto de la existencia de las personas. Sus líderes, naturalmente, son los que están en la cúspide de la pirámide social; por debajo, se encuentran los funcionarios, convenientemente adoctrinados para hacer lo que en cada momento convenga a quienes gobiernan. Al margen de las estructuras de poder se encuentran los proletarios, que viven en condiciones miserables y son la carne de cañón del régimen. En la visión de Orwell hay más ciencia que ficción, está claro.
Toda dictadura, por mucha eficacia represiva que pueda tener, flaquea por determinados puntos: el principal, que los individuos con capacidad de pensar por sí mismos pueden ser domesticados, reprimidos e incluso vencidos, pero no convencidos. Winston Smith es un punto débil del sistema: pese a que en su puesto de trabajo (en el Ministerio de la Verdad) realiza eficazmente la tarea de reescribir la Historia según la puntual conveniencia del Gran Hermano, en su interior es un rebelde, que gusta de saltarse la prohibición de acudir a las zonas proletarias, goza del sexo (es llamativo que una de las aspiraciones supremas del régimen sea la supresión del orgasmo), recuerda cómo eran las cosas antes del dominio del Partido e incluso escribe un diario en el que plasma sus muy antisociales inquietudes. Cuando una joven funcionaria le dice que está enamorada de él, Winston decide llevar su desafío un poco más lejos, cosa que, como es lógico, le sitúa en una posición de extremo peligro.
La fidelidad al libro, que es evidente en lo que se refiere al guión, se extiende también a la puesta en escena, austera e inquietante, en la que sólo vemos la luz cuando aparecen imágenes del Ministerio del Amor, nombre que es toda una ironía. Radford utiliza las escenas de masas para, moviendo la cámara lo justo, mostrar el ciego fanatismo del rebaño, pero su visión del relato es más intimista y así se plasma en la escasez de personajes relevantes y en el modo de filmar, con abundancia de planos cortos, a quienes sí lo son. El espectador podría ver la película muda y entender la zozobra del protagonista, el ahogo que supone vivir en una sociedad ultrarrepresiva (ahí está esa apagada tristeza en los rostros de los personajes cuando no deben exteriorizar su adhesión al Partido) o las pésimas condiciones de vida en las que el régimen, siempre eficaz a la hora de fabricar enemigos exteriores para canalizar hacia ellos la ira de las masas, mantiene a la población. Para conseguir esto, el trabajo de Roger Deakins se antoja clave. La música, al margen de algún acierto puntual con los himnos, no me parece nada especial, aunque siempre es agradable escuchar la voz de Annie Lennox.
Dije que hay pocos personajes relevantes en esta historia, y así es. Que los interpreten actores mayúsculos supone un plus para la película. Quién mejor que John Hurt, uno de esos actores a los que siempre vale la pena ver, para mostrar la complejidad de un personaje que es a la vez muy débil y muy fuerte. Las escenas que Hurt comparte con el gran Richard Burton, que personifica al Gran Hermano en todo su poder, en toda su crueldad y, no hay que olvidarlo, en toda su inteligencia, no pueden ser mejores, pues cada una de ellas da lugar a un duelo interpretativo de enorme categoría. Suzanna Hamilton, que interpreta a Julia, la mujer que vive su historia de amor junto a Winston, no tiene la calidad de Hurt o Burton, pero su trabajo es bastante satisfactorio.
Hay novelas que todo el mundo debería leer, y una de ellas es 1984. Su traslado al cine era, por muchas razones, difícil, pero Michael Radford consiguió sacar adelante una gran película que debe ser reivindicada como tal.