THE MAN WHO KILLED DON QUIXOTE. 2018. 133´. Color.
Dirección: Terry Gilliam; Guión: Tony Grisoni y Terry Gilliam; Director de fotografía: Nicola Pecorini; Montaje: Lesley Walker y Teresa Font; Música: Roque Baños; Diseño de producción: Benjamín Fernández; Dirección artística: Alejandro Fernández; Producción: Grégoire Melin, Mariela Besuievsky, Amy Gilliam y Gerardo Herrero, para Alacrán Pictures-Tornasol Films-Entre chien et loup-Ukbar Filmes (España-Francia-Bélgica-Reino Unido).
Intérpretes: Jonathan Pryce (Javier/Don Quijote); Adam Driver (Toby); Joana Ribeiro (Angélica); Óscar Jaenada (Gitano); Stellan Skarsgard (El jefe); Olga Kurylenko (Jacqui); Jason Watkins (Rupert); Jordi Mollá (Alexei); Sergi López (Granjero musulmán); Rossy de Palma (Esposa del granjero); Will Keen, Paloma Bloyd, Jorge Calvo, Matilde Fluixá, Vyveka Rytzner, William Miller, Hovik Keuchkerian.
Sinopsis: Un director de cine rueda en España, país que visitó en su juventud y donde rodó un film experimental sobre Don Quijote.
Pocas películas hay con tanta historia como El hombre que mató a Don Quijote, pues se trata de un proyecto maldito que tardó más de un cuarto de siglo en ver la luz y que acumuló tal número de desventuras en dicho lapso de tiempo que ese cúmulo de adversidades fue recogido en un documental de culto, Lost in La Mancha. No obstante, el mal fario de la película no se acabó con su estreno, pues el film fue masacrado de forma casi unánime por la crítica. De forma excesiva e injusta, a mi entender.
En esta reseña intentaré dejar de lado la alegría que, como espectador, me produce el hecho de que un visionario del calibre de Terry Gilliam haya sido finalmente capaz de culminar un proyecto que tanto trabajo le ha costado levantar, y centrarme en las cualidades de la película, que pocos críticos han visto. Por un lado, creo que el sustrato de la película es muy quijotesco, por su carga irónica, por su afán de reivindicar un cine que ya no se hace, por criticar las modas de su época y por el cariño que se demuestra por quienes, por muy mentalmente enajenados que estén, se dedican a defender causas perdidas, o más bien por quienes son en sí mismos una causa perdida con patas. No estamos ante una adaptación del clásico cervantino, pero sí ante un film que respeta su espíritu. Primer punto a favor. Es cierto que Gilliam ha parido una obra excesiva, que intenta abarcar demasiado y a veces se pierde en una desmesura que, por otra parte, constituye un sello característico del director, pero salvo por las confusas y prescindibles escenas que se desarrollan en el castillo/refugio de los musulmanes, diría que estamos ante una película mucho más redonda de lo que se nos ha querido hacer ver, en la que se mezclan la realidad y la ficción, el pasado y el presente y lo romántico con lo prosaico (o, directamente, con lo cínico) de una forma muy lograda.
Al principio, Gilliam nos dice, y no es el primero que lo hace en la historia del cine ni, con toda probabilidad, será el último, que el set de rodaje de una gran producción es un lugar en el que el cinismo campa a sus anchas. Toby, el director del tinglado, no es ajeno a ello, pero he aquí que las localizaciones de su última obra le han llevado a un lugar de la España interior que se halla a escasos kilómetros de otro oculto paraje en el que, muchos años atrás, rodó un film experimental en blanco y negro sobre Don Quijote. En uno de esos momentos de zozobra a los que todo director se enfrenta a menudo, Toby decide regresar a su pasado, para descubrir que esa pequeña película suya cambió de forma decisiva la existencia de quienes la protagonizaron: Javier, un zapatero, vive recluido en una cabaña creyéndose Don Quijote y Angélica, la joven a la que Toby convenció de que tenía madera de estrella, marchó a Madrid para cumplir su sueño y acabó convertida en la infeliz amante de un magnate ruso del vodka. No obstante, Javier logra escapar de su reclusión y se lanza a los campos convertido, otra vez, en el Caballero de la Triste Figura, y acompañado por el joven cineasta, en quien el enajenado anciano ve nada más y nada menos que a Sancho Panza. Las diversas peripecias que viven los protagonistas son cada vez más surrealistas y contienen momentos cómicos, pero su trasfondo es más dramático de lo que parece, porque esos personajes, como la propia película, son conscientes de estar fuera de lugar.
De Terry Gilliam siempre se espera magia visual, imaginería potente y una puesta en escena barroca y deslumbrante. En esto, no decepciona: véase la larga escena de la fiesta, en la que tiene lugar el clímax narrativo. A quienes encuentran que la visión que se da de España es muy estereotipada, con sus gitanos, su flamenco, sus pueblos anclados en el pasado y sus picoletos no demasiado despiertos, les preguntaría si más allá de los grandes núcleos de población, este peculiar rincón del planeta está de verdad tan lejos del estereotipo. Y tampoco es que el retrato de los demás gentilicios representados en la película sea menos grueso, ya que estamos. ¿Importa eso mucho? No creo. Mucho menos, en todo caso, que el hecho de que la coherencia narrativa sufra tantos vaivenes. Fotografía, vestuario y diseño de producción me parecen notables. El montaje… salir ileso de él, dadas la naturaleza de la película y las vicisitudes habidas en su realización, es como hacerlo de una jaula llena de leones hambrientos. Me sobra alguna escena, como he dicho, pero no veo motivos para hacer sangre.
El delirio surrealista que es toda la película se extiende a las interpretaciones, bastante histriónicas en general. Eso sí, con matrícula de honor para un formidable Jonathan Pryce, perfecto Quijote que, incluso, permite a Gilliam citar el famoso sketch introductorio de El sentido de la vida que protagonizó este gran actor. Adam Driver, un intérprete que al principio no me impresionó en exceso, me parece un tipo capaz de brillar en roles muy distintos, y creo que aquí da una digna réplica a Pryce. Del elenco ibérico no tengo tan buena opinión: a Joana Ribeiro me la creo a ratos, y a Jordi Mollà, improbable magnate ruso, no llego a creérmelo nunca. Las intervenciones de Sergi López y Rossy de Palma son, como dije, prescindibles, y quien sale mejor parado es Óscar Jaenada en el papel del pícaro gitano. Stellan Skarsgard está tan eficaz como siempre, y Olga Kurylenko interpreta un rol muy tópico, pero lo hace de una manera convincente.
No es para esta época, ni para todos los públicos, ni está entre las cinco mejores películas dirigidas por Terry Gilliam, pero… bendita película maldita, y benditos los Quijotes del cine.