Nueva píldora. Indicada para quienes saben que el trabajo no está entre las tres o cuatro cosas importantes de la vida.
GRANDEZA
Anoche fui grande. Hoy vuelvo a ser yo. En pocas horas he pasado de guitarrista revelación a abroncado teleoperador, papel este último que parece más del agrado de quienes dicen velar por mi porvenir. Sin embargo, les comprendo. Yo puedo tocar mi vieja Gibson hasta que se me quitan las ganas de tirarme a la vía del metro, pero ellos no tienen una Gibson, ni, a Dios gracias, intención alguna de tomar el otro camino.
Hace poco más de un mes, mi amigo Miguel, percusionista flamenco a quien conocí en el Soniquete una noche en la que acompañaba con los nudillos nada más y nada menos que a Mayte Martín, me habló de un par de sitios donde se organizaban jam-sessions para músicos noveles. Yo no me veía capaz de compartir escenario con otros cuatro guitarristas (siempre pasa en estas reuniones, hay más guitarristas que público), alguno de los cuales me dejaría a la altura del betún. Pero al cuarto cubata me comprometí a acompañar a Miguel, que era un yonqui del escenario, en su siguiente visita. Y eso hice.
Viernes por la noche (yo trabajaba el sábado, pero no es que en aquellos momentos eso me importara mucho). Sala pequeña, diez o doce espectadores y un escenario en el que cabían seis músicos como máximo. Cuando llegamos, después de haber cenado callos, patatas bravas y un par de Voll-Damms, un guitarrista jugaba a imitar a Mark Knopfler acompañado de una teclista, un bajista y un batería. El inglés del muchacho era un tanto peculiar, a lo Raphael, pero no tocaba del todo mal. Con un buen cantante, y un batería menos contundente, aquello podía sonar. Miguel y yo pedimos otra cerveza. En la barra, un chico se acercó a nosotros y nos preguntó si éramos músicos o público.
– Yo soy cajonero, y mi amigo guitarrista de jazz y rock.- contestó Miguel, observando a aquel jovenzuelo bajito y con gafas, tipo Woody Allen.
– Yo toco el piano, y todo tipo de teclados –dijo el chico-. De hecho, el chuloputas que está en el escenario me llama El Chick Corea de Santaco. Antes tocábamos juntos, pero me harté.
Miguel invitó al muchacho a tomar una cerveza con nosotros. Estuvimos cerca de una hora hablando sin parar acerca de nuestras preferencias musicales, de conocidos comunes y de una cantante no precisamente fea que a veces ensayaba con nuestro nuevo amigo, pero que llevaba una semana con gripe.
– Podríamos hacer algo juntos cuando el héroe de la guitarra se canse de tocar canciones de los Dire Straits, ¿no os parece?- propuso Chick.
Miguel y yo, con cuatro cervezas en el cuerpo, éramos capaces de tocar hasta en la cola del autobús, así que, en cuanto el batería del otro grupo dejó de aporrear su instrumento, ocupamos el escenario. Había seis personas mirándonos, una de ellas sentada junto a un reluciente saxo tenor. Mientras Miguel y yo apurábamos nuestros cigarrillos, Chick se arrancó con el tema de amor de El Padrino. Necesité apenas unos segundos para darme cuenta que nunca había compartido escenario con un músico tan bueno. Miré a Miguel, que me guiñó un ojo y se puso a tocar. Aquellos dos tíos se conocían hacía apenas una hora, y SONABAN. Yo les dejé hacer, contento de oírles y acojonado ante la posibilidad de no dar la talla. Acabaron el tema. Los tres sonreímos, y el saxofonista del público aplaudió.
– Toca lo que quieras- me dijo Chick-. Ya te seguiremos.
“¿Y qué coño toco yo ahora?¿No será mejor bajar del escenario y dejar que los músicos de verdad se diviertan?”, pensé mientras trataba de controlar el temblor de mis piernas.
-Toca ya, hostia, no te quedes ahí pasmado.- me dijo Miguel al oído.
Toqué. Durante más de una hora, y mejor de lo que yo mismo creía ser capaz de tocar. Al final, hasta el saxofonista subió al escenario para acompañarnos en Water babies, un tema de Wayne Shorter. Luego cayeron tres o cuatro cervezas más, intercambiamos teléfonos y …
Y me fui a dormir pasadas las cinco de la madrugada. A las ocho en punto había que salir de la cama. Los clientes cabreados del mundo esperaban con impaciencia el momento de soltarte toda la mierda que habían acumulado durante la semana, y no era cuestión de decepcionarles. Llegué casi media hora tarde, resacoso, ojeroso, con un aliento mezcla de cerveza y all i oli que tiraba para atrás, pero triunfante. Ahora sabía que yo estaba allí de paso, y que ellos sólo me pagaban los vicios, por otra parte bastante baratos. Bebí un café, de esos de máquina, tan venenosos, y tuve que ir corriendo al váter. Me pareció que el jefe me seguía, pero no creo que estuviera dispuesto a hablar conmigo en semejantes circunstancias. Con los pantalones bajados, sentado en la taza del váter y a punto de desmayarme, vuelvo a parecer yo. Por desgracia, no muestro signos externos de mi recién adquirida grandeza.