ZIMNA WOJNA. 2018. 85´. B/N.
Dirección: Pawel Pawlikowski; Guión: Janusz Glowacki y Pawel Pawlikowski, con la colaboración de Piotr Borkowski; Dirección de fotografía: Lukasz Zal; Montaje: Jaroslaw Kaminski; Diseño de producción: Marcel Slawinski y Katarzyna Sobanska-Strzalkowska; Música: Miscelánea. Obras de Tadeusz Sygietynski, Cole Porter, Frédéric Chopin, Johann Sebastian Bach, canciones populares polacas, etc.; Producción: Ewa Puszczynska y Tanya Seghatchian, para Opus Film- Apocalypso Pictures-Protagonist Pìctures-Film4-BFI Film Fund (Polonia).
Intérpretes: Joanna Kulig (Zula); Tomasz Kot (Wiktor); Borys Szyc (Kaczmarek); Agata Kulesza (Irena); Cédric Kahn (Michel); Jeanne Balibar (Juliette); Adam Woronowicz (Cónsul); Adam Ferency, Drazen Sivak, Slavko Sobin, Aloise Sauvage, Adam Szyszkowski, Anna Zagorska, Tomasz Markiewicz.
Sinopsis: En la Polonia de posguerra, un dúo de profesores de música recorre las zonas rurales en busca de cantantes útiles para formar un conjunto folklórico auspiciado por el incipiente gobierno comunista. Así, Wiktor, el que ha de ser el director artístico del grupo, conoce a Zula, una vocalista con la que vivirá una intermitente y profunda historia de amor.
Si ya con Ida, su anterior largometraje, el polaco Pawel Pawlikowski consiguió que buena parte de la cinefilia se arrodillara a sus pies para alabar su talento, Cold war, estrenada un lustro después de su antecesora, no hizo sino confirmar las expectativas creadas alrededor de un director ya definitivamente instalado en la cima del escalafón de cineastas europeos contemporáneos. Cold war le dio a Pawlikowski el premio a la mejor dirección en Cannes, entre otros galardones, y para mi gusto es uno de los mejores films realizados en Europa en la presente década.
Pawel Pawlikowski insiste en varios de los elementos que dieron forma a la película que le hizo traspasar las fronteras de su país: rueda de nuevo en blanco y negro, ubica la acción en plena posguerra y da rienda suelta al irredento melómano que lleva dentro. No es sólo que la música sea el oficio al que se dedica la pareja protagonista, además de ser el elemento que hace que ambos lleguen a conocerse, sino que toda la película supura música: la majestuosidad de los clásicos inmortales, la melancólica belleza del folklore popular (debidamente manipulada en pro del ideario oficial por los comisarios políticos de rigor), la libertad del jazz o la explosión que provocó la llegada del rock & roll marcan el paso de una película en la que Pawlikowski vuelve a hacer gala de su capacidad de síntesis y de su privilegiado sentido de la elipsis. Esto aleja al espectador que desea que todo se lo ofrezcan muy bien explicado y masticadito, pero dudo que el director vea esto como algo negativo. En un mundo en el que nadie parece interesado en hacer pensar a su público, o simplemente en explicar una historia con cara y ojos en menos de dos horas, se agradece que alguien sea capaz de contar una trágica historia de amor, que abarca casi dos décadas y transcurre en diversos países, en menos de hora y media, sin dejarse en el tintero nada realmente importante. Hablemos, pues, del amor según Pawlikowski: cuando Wiktor, un hombre cercano ya a la mediana edad y consagrado por completo a la música, conoce a Zula, una joven vocalista de fuerte carácter que huye de un padre abusador, la chispa surge de forma inevitable; pero, como dijo un poeta judío nacido en Canadá, el amor no es una marcha triunfal, sino un frío y solitario aleluya. Quien espere ver un romance al estilo Hollywood, que vuelva a Sandra Bullock y demás engendros fílmicos del Averno: esto es otra cosa, porque lo que veremos se acerca más al espíritu de El amor en tiempos del cólera o a la letra de esa vieja copla que decía algo así como ni contigo ni sin ti/tienen mis males remedio… salvo por el hecho de que un auténtico amor entre espíritus sensibles no admite el sin ti, por mucho que el entorno sea hostil o que los antagónicos caracteres de la pareja aconsejen a sus miembros buscar un refugio más calmo en otros brazos: primero, Wiktor transige con las injerencias políticas en el repertorio del conjunto musical del que es responsable (cosa que no hace Irena, su compañera en esa tarea) movido por el amor que siente hacia Zula, pero pronto el ambiente de una dictadura en la que todo librepensamiento es visto como una actitud burguesa a erradicar le asfixia y decide aprovechar un viaje a Berlín para huir a Occidente junto a su amada: cuando llega el momento, ella, que ya ha conseguido prestigio en su país, decide no dar el paso, y Wiktor acaba ganándose la vida como compositor, arreglista y músico de jazz en París. Años después, ambos amantes vuelven a reunirse, pero nunca logran la estabilidad y siguen uniéndose y separándose a lo largo del tiempo, hasta que acaban por darse de bruces contra una realidad que ya no tiene sentido para ellos.
Las grandes películas unen la belleza estética a las virtudes de un guión bien escrito: por eso, Cold war es una gran película, que uno dedicaría especialmente a quienes por principio se niegan a ver films rodados en blanco y negro: Lukasz Zal hace un trabajo prodigioso captando la belleza de los nevados campos polacos, la frialdad de las ciudades del país, la luz del París nocturno, la solemne fuerza de la música coral interpretada en grandes teatros o ese lúgubre hastío, salpicado por ocasionales momentos de éxtasis, que desprende el rostro de los protagonistas. Ya hemos hablado de la capital importancia de la música en esta obra, pero queda referirnos al montaje, cáustico, sereno y brillante. Pawel Pawlikowski mueve poco la cámara: no lo necesita para componer una serie de planos técnicamente soberbios.
Junto al director, la gran triunfadora de la película, con todo merecimiento, es Joanna Kulig, que hace una espléndida interpretación como cantante de carácter voluble, de espíritu conformista pero a la vez eternamente insatisfecha. Un sobrio Tomasz Kot, que encarna a un personaje que lleva sus pasiones de una forma más soterrada, da buena réplica a Kulig: la escena en la que ambos, sentados en el suelo de un cuarto de baño (ella, hastiada y borracha, recién salida de hacer algo tan ridículo como cantar música latina con unos polacos vestidos de mariachis -contrapunto de cómico patetismo ante la tragedia de dos seres destruidos-; él, convertido en una sombra de lo que fue por la reeducación comunista), sellan su destino me parece sublime, un ejemplo de pasión contenida. Borys Szyc está muy acertado como burócrata de buen fondo, que tiene su mejor momento en otra de las contadas escenas de humor -corrosivo, eso sí- de la película, cuando le pregunta al hombre al que ama de verdad su esposa si el hijo que ella le ha dado se parece a él. Agata Kulesza, que sólo interviene en la primera parte del film, es una actriz de talento, y lo vuelve a demostrar. Más flojo veo a Cédric Kahn como el cineasta francés que se cruza en la etapa parisina de Zula y Wiktor. Por último, mencionar el gran trabajo de los cantantes y bailarines que aparecen en la película, y por supuesto de aquellos que les han dirigido.
Cold war es una magnífica película, fría sólo en la superficie: posee infinidad de virtudes estéticas, explica una historia trágica sin concesiones, pero haciendo gala de sensibilidad, y confirma el enorme talento de un director al que hay que seguir. Pawel Pawlikowski dedicó esta película a sus padres, en cuya vida se inspiró al engendrar la historia: sin duda, es un inmejorable homenaje.