YO NO ME LLAMO RUBÉN BLADES. 2018. 85´. Color.
Dirección: Abner Benaim; Guión: Abner Benaim; Dirección de fotografía: Mauro Colombo, Gastón Girod y Carlos Rossini; Montaje: Felipe Guerrero; Música: Rubén Blades; Producción: Abner Benaim, Gema Juárez Allen y Cristina Gallego, para Apertura Films-Ciudad Lunar Producciones-Gema Films (Panamá).
Intérpretes: Rubén Blades, Junot Díaz, Gilberto Santa Rosa, Luba Mason, Ismael Miranda, Danilo Pérez, Residente, Paul Simon, Sting, Larry Harlow, Andrés Montañez Rodríguez.
Sinopsis: El cantante Rubén Blades explica su vida, una vez tomada la decisión de abandonar su carrera musical.
Llegado a una etapa trascendental de su existencia, simbolizada en el adiós a la faceta que le ha hecho famoso en todo el mundo, Rubén Blades se dispuso a contar su verdad en un documental. El elegido para dar forma cinematográfica a este proyecto fue Abner Benaim, director aclamado por su film Invasión, en el que abordó unos sucesos acaecidos en 1989 que quedaron oscurecidos por el derrumbe del bloque comunista: la ocupación de Panamá por tropas estadounidenses. En consecuencia, era lógico que Blades pensara en este cineasta para dirigir su testamento fílmico.
La película se inicia con un particular recuerdo de infancia del cantante panameño: cómo tuvo su primera noción de lo que era la muerte al ver pasar un cortejo fúnebre junto a su abuela. Esa idea le ha perseguido desde entonces, y es la que, tantas décadas después, ha llevado a Blades a querer hacer esta película: el deseo de controlar su propio paso a la posteridad, sin que sean otros, como le ha sucedido a artistas como Prince, quienes le retraten a su manera. Debo decir, no obstante, que en este aspecto el documental se queda bastante corto, pues infinidad de aspectos decisivos en la trayectoria vital y artística de un personaje tan contradictorio como Rubén Blades quedan en penumbra. Es el problema de las autobiografías, todas las cuales poseen un defecto de serie: que cada cual construye y modula sus recuerdos a su manera, más que la manera que marca la realidad. Es más, uno diría que la película, al margen de sus pretensiones testamentarias, está también pensada para facilitar objetivos más terrenales: la constante reivindicación por parte de Blades de sus orígenes y de su patriotismo como panameño, del todo innecesaria a ojos españoles, me induce a creer que el cantante allana el terreno para seguir labrando un campo que siempre le ha interesado sobremanera: el de la política. Hay en este músico universal, y así se plasma en la película, una transposición del deseo de muchos de aquellos que no son étnicamente puros (Blades es hijo de colombiano y cubana, reside en Nueva York desde tiempos muy remotos y está casado con una estadounidense) de que no quede ninguna duda de su patriotismo. Me permito decir que esa es una actitud acomplejada, y que el film dedica demasiado tiempo a este aspecto, en detrimento de otros sin duda más interesantes para el público internacional.
Rubén Blades recorre aquellos lugares que han marcado su vida: el barrio donde creció, el lugar donde se encontraba la primera sala en la que cantó para el público, la antigua sede de la discográfica Fania, que encumbró y esclavizó a tantos artistas latinoamericanos, y su domicilio neoyorquino, en el que jamás había permitido que se filmara y donde muestra orgulloso su voluminosa colección de cómics y unas cuantas fotografías antiguas «que le hacen ver a uno que se está poniendo viejo». Intervienen también la esposa del cantante, algunos músicos anglosajones de prestigio y varios de los nombres más señeros de la salsa y de la música panameña, pero sus testimonios no van más allá de aspectos muy conocidos. Algunas revelaciones de Blades sí tienen peso, como por ejemplo cómo vivió la contradicción que suponía alcanzar el éxito interpretando canciones como Pablo Pueblo, que precisamente reivindicaban a las personas humildes y trabajadoras que jamás alcanzarían la fama, o cómo vivió una paternidad sobrevenida, único aspecto de su vida en el que el compositor de Pedro Navaja muestra arrepentimiento. Sin embargo, elementos fundamentales de su carrera musical se abordan casi de soslayo: sabemos que la clave para entender a Rubén Blades estriba en que él fue el primer artista en darle una dimensión social y política a la salsa, género hasta entonces concebido como música de baile y cuyos textos oscilaban entre lo inexistente, lo tópico y lo infame (él mismo reconoce que escribe canciones sobre aquello que no le gusta, y que su primera composición fue inspirada por unos trágicos hechos conocidos en Panamá como el día de los mártires), y también que el panameño entró en Fania como encargado de llevar el correo y salió de allí como una estrella internacional, pero hay otros aspectos de su música y de su vida (la entente y posterior ruptura con Willie Colón, su trabajo junto a músicos de primerísima fila, como los que forman la orquesta de Roberto Delgado, que le ha acompañado en estos últimos años de carrera, o los que formaron Son del Solar) que permanecen en la oscuridad. Sin ir más lejos, su estancia en Harvard o su irregular carrera como actor son analizadas de un modo bastante superficial.
Al final, Yo no me llamo Rubén Blades queda más como un documental indicado para quienes apenas conozcan a Rubén Blades que para aquellos que han seguido su carrera a lo largo de los años, para esos fans que le saludan cuando se cruzan con él por la calle o asisten a sus conciertos . Eso sí, mola oírle cantar All the way a la manera de su admirado Frank Sinatra, y hay que decir que el trabajo de Abner Benaim es notable, pues la estructura y el acabado técnico del conjunto son de lo más convincente.