Decimoséptima píldora, totalmente contraindicada para aquellos que desconocen la diferencia entre ser gracioso y hacérselo.
EL BUFÓN
Ahora que las urnas habían decretado la jubilación del anciano presidente, su bufón favorito se sentía inquieto, casi huérfano. Sabía que todos aquellos sujetos de quienes se había burlado durante años en el programa estrella de la televisión nacional, SU programa, sólo para exhibir su ingenio y hacer reír a su amo, aguardaban impacientes el momento del ajuste de cuentas. También sabía que al presidente, dado lo inesperado de su salida del gobierno (quién iba a pensar que a la patria le iba a entrar tan de repente la manía de no querer ser salvada), le preocupaban asuntos de mayor importancia que el futuro de sus parásitos, por muy famosos y televisivos que éstos fueran. No podía esperar, pues, nada de él, al menos a corto plazo, y en la vida de un bufón no existe otro plazo que ese. ¿Qué hacer? Por el momento, recluirse en los cuarteles de invierno a la espera de vientos más favorables o, lo que es lo mismo, de que la lástima disfrazada de magnanimidad con que acostumbran a tratar los nuevos gobernantes a sus antiguas moscas cojoneras le permitiera, al menos, mantener su programa en alguna cadena de televisión privada. Tal vez jamás volvería a ser el bufón de un presidente, que era el lugar para el que él había nacido, pero siempre podría seguir divirtiendo a los nostálgicos del anterior, que sin duda serían muchos. Al pensar en ello, el bufón recuperó el buen humor, y lo celebró bebiendo varias copas de un excelente vino bordelés que le había regalado el ya expresidente en pago de los servicios prestados. El vino hizo su efecto, y el bufón se acurrucó en un sillón, adormilado. Y tuvo, por primera vez en muchos años, un sueño. En él, una mujer, vestida de negro de pies a cabeza y con una serpiente enrollada alrededor del cuello, le recibía en un inmenso pero vacío palacio.
– ¿Quién eres? ¿Qué hago aquí?- preguntó el bufón.
– Estás aquí para ser juzgado, y yo soy quien ha de dictar sentencia.
– Vaya. ¿Y de qué se me acusa?
– ¿No lo sabes? Bien, te ayudaré a averiguarlo. En primer lugar, se te acusa de no tener ni puta gracia, defecto que compartes con la gran mayoría de la especie humana pero que, en tu caso, ya que te ganas la vida con la sátira, es especialmente grave. Y se te acusa además de ser una deshonra para todos los bufones del mundo y de haber gastado toda tu saliva en lamer el culo del sátrapa de tu protector. ¿Quieres presentar alegaciones?
– ¿Servirá de algo?
– No. Yo, al igual que tu antiguo amo, acostumbro a dictar condenas antes de juzgar. Espero que la mía, como las suyas, sea de tu agrado. ¿No crees que esos presuntos bufones que no saben reírse de sí mismos ni de sus ideas, las cuales casualmente coinciden con las de su amo y benefactor, deberían buscarse otro oficio más adecuado a su naturaleza?
– ¿Y qué nueva profesión me sugieres?
– ¿Sabes? Quizá no esté siendo del todo justa contigo. Tú siempre has sido un bufón, el encargado de hacer reír a los adeptos al régimen y a los estómagos agradecidos, y a tu edad ya no estás a tiempo de ser otra cosa. A la hora de dictar condena, tendré en cuenta que en el futuro has de continuar dedicándote a hacer reír.
– Eso me parece justo.
– Celebro que por una vez estemos de acuerdo en algo. Ahora retírate. Esta noche leeré el veredicto sobre tu…asunto.
* * *
El teléfono despertó al bufón de su sueño. Descolgó y del otro lado del auricular surgió la voz del todopoderoso jefe de la principal cadena de televisión privada del país. Media hora después, el bufón había recibido el encargo de trasladar su programa, sin cambios de ninguna clase, a la que hasta entonces había sido su emisora rival. El bufón recuperó la sonrisa, enterró la zozobra que le atenazaba, preparó a conciencia su regreso e ignoró completamente una frase que había escuchado tres o cuatro veces desde aquella llamada salvadora: “Recuerda a la hija de Príamo y Hécuba”. Total, ¿quién coño eran esos dos?
* * *
Llegó el gran día, el momento del regreso del bufón al prime-time. Todo estaba como siempre: cámaras, el plató lleno de un público entregado, obediente y dispuesto a aplaudir cuando hiciera falta, media docena de azafatas enseñando carne (a una de ellas, por cierto, no recordaba habérsela cepillado), un par de rayas de cocaína para ganar reflejos, millones de espectadores mirándole desde sus hipotecadas y frías casas, un beso a la foto del ex presidente y otro al retrato de su nuevo jefe antes de salir del camerino y, por fin, la aparición estelar ante las cámaras, con grupo musical de moda e invitada pechugona para que subieran aún más los índices de audiencia. Sin embargo, al cabo de unos minutos de emisión el bufón nota que algo no va bien: sus chistes sobre el nuevo presidente, tan celebrados cuando el hombre sólo era el eterno jefe de la oposición, arrancaron más murmullos de desaprobación y siseos que risas entre el público presente en el plató. El bufón trató de seguir con el programa con normalidad, pero la situación empeoraba por momentos y, al final, miró al público y, desafiante, gritó:
– ¿No os hace gracia? ¿Os parecen de mal gusto mis chistes? También es de mal gusto vitorear al nuevo presidente con el mismo entusiasmo con el que hace apenas un año vitoreábais al anterior, ¿verdad?
El bufón intenta seguir hablando, pero el sonido de su voz se pierde entre las carcajadas del público. He ahí su condena: el bufón pudo seguir dedicándose a hacer reír, de hecho la sentencia casi le obligó a ello: había sido condenado a provocar la risa ajena únicamente cuando hablara en serio. Quizá debía buscar en la enciclopedia quiénes fueron Príamo y Hécuba.