THE EXPENDABLES. 2010. 100´. Color.
Dirección: Sylvester Stallone; Guión: David Callaham y Sylvester Stallone, basado en un argumento de David Callaham; Dirección de fotografía: Jeffrey Kimball; Montaje: Ken Blackwell y Paul Harb; Música: Brian Tyler; Diseño de producción: Franco-Giacomo Carbone; Dirección artística: Drew Boughton y Daniel Flaksman; Producción: Avi Lerner, John Thompson y Kevin King Templeton, para Wide Pictures-Rogue Marble-Nimar Studios-Millenium Films (EE.UU.).
Intérpretes: Sylvester Stallone (Barney Ross); Jason Statham (Lee Christmas); Jet Li (Yin-Yang); Dolph Lundgren (Gunnar); Eric Roberts (James Munroe); Mickey Rourke (Tool); Giselle Itié (Sandra); Randy Couture (Toll Road); Steve Austin (Paine); David Zayas (General Garza); Terry Crews (Hale Caesar), Charisma Carpenter, Gary Daniels, Hank Amos, Amin Joseph, Lauren Jones, Bruce Willis, Arnold Schwarzenegger.
Sinopsis: Un grupo de mercenarios, expertos en la lucha antiterrorista, acude a una remota isla centroamericana para combatir al dictador del lugar.
Poco después de ejercer como director en el retorno a las pantallas de uno de los dos personajes que le han dado toda su fama, el militar John Rambo, Sylvester Stallone volvió a alternar ambos lados de la cámara con Los mercenarios, claro intento de resucitar el cine ochentero de acción musculosa que hizo del actor italoamericano una verdadera superestrella. Stallone se rodeó de un puñado de iconos del género, triunfó en las taquillas y su película fue masacrada por la crítica con menos saña que otras veces.
Lo que propone el creador de Rocky es servir en una sola película toda la testosterona que el cine de Hollywood ha ido perdiendo desde que uno iba al instituto y cada nueva película protagonizada por Stallone era todo un acontecimiento en salas y videoclubs. Más que un ejercicio de nostalgia, que también, Los mercenarios es un autohomenaje, un intento de volver a los ochenta a fuerza de hostias, tiros y explosiones. Sin embargo, muchos años han pasado, y no para bien. La frescura de los años dorados se ha perdido, y lo que queda es un ejercicio de narcisismo de unos cincuentones que no se resignan a la jubilación. Esta vez, Sylvester Stallone es Barney Ross, el líder de un grupo de mercenarios curtido en mil batallas que, en el prólogo, liquida a unos piratas somalíes como quien se prepara unas tostadas para el desayuno. Después, los miembros del comando, del que ha sido expulsado el más inestable de todos ellos, se reúnen en un local de tatuajes para hablar de la vida hasta que deciden darse una vuelta por la isla de Vilena, lugar gobernado por un dictador sin escrúpulos vendido al dinero de los cárteles de la droga y a la nefasta influencia de un antiguo agente de la CIA que ha optado por cambiar de bando. Y ya está liada, como no podía ser de otra forma.
Estamos ante una mala película, que quede claro. Los mercenarios tiene menos guión que una porno, la misma originalidad que la séptima secuela de Viernes 13 y un exceso de autoconsciencia que la priva, salvo en momentos puntuales (que, por cierto, son los mejores: ahí queda el encuentro entre Stallone, Bruce Willis y Schwarzenegger en la iglesia), de resultar simpática desde la parodia bien entendida. Hasta el retorno de Barney Ross y sus muchachos a Vilena, el film se aguanta: después se convierte en un largo, patriotero e hiperviolento despropósito. No estamos ante una mala película de la Cannon, una de esos modestos (aquí hay dinero, sólo que puesto al servicio de la nada) films que, vistos hoy, incluso tienen gracia: en su intento por ofrecer la acción más frenética, Stallone acaba dirigiendo un videojuego (ya puestos, un enfoque visual más ochentero no hubiese venido mal) sin pies ni cabeza. Efectismo, violencia gratuita y una coartada narrativa que no puede ser más endeble para dejar una hiperbólica muestra de lo que los yanquis llaman política exterior. Me parece que Stallone no había visto Team America cuando puso en marcha Los mercenarios, y eso fue un error. Eso sí, el público poco exigente aplaudió la propuesta, que un servidor, que tampoco es Feynman, también alabaría por lo que tiene de subversiva en los tiempos que corren… si fuera mínimamente defendible en lo cinematográfico, que no es el caso. Stallone nunca ha sido un buen director de cine, y no parece que la experiencia le esté sirviendo de mucho.
En el capítulo interpretativo, sólo hay que leer quiénes componen el reparto para hacerse a la idea de que no nos vamos a tropezar con la Royal Shakespeare Company, precisamente. Tampoco es lo que se espera, aunque hay algunos detalles a señalar: que a Stallone le pierde el creerse más joven de lo que es, que los cameos de Willis y Schwarzenegger marcan la senda que se hubiese debido seguir, que en una sola escena Mickey Rourke demuestra ser mucho mejor actor que cualquiera de los que le acompañan, que Eric Roberts no puede estar más encasillado pero conserva un cierto nivel y, sobre todo, que quien le dijo a Steve Austin que debía dar el salto del cuadrilátero a los platós merece arder en el infierno por toda la eternidad. A su lado, Dolph Lundgren parece un actor, mientras que Jet Li y Jason Statham son Toshiro Mifune y Laurence Olivier. Cada vez que Steve Austin aparece en pantalla, cierra una escuela de arte dramático. Randy Couture también es canela fina, pero lo de Austin sería para romperle la cara, de no ser porque cualquiera se atreve a intentarlo.
Poco más hay que decir, salvo que se han hecho dos secuelas, y que quienes han tenido el valor de ver la trilogía completa coinciden en que ésta es la peor. Seguro que aciertan,, porque ni Stallone dirige las otras dos partes, ni Steve Austin aparece en ellas. Y eso es muchísimo.
«Menos guión que una porno», «cada vez que Steve Austin aparece en pantalla, cierra una escuela de arte dramático». Don Alfredo, vostè es poeta.
Gran crítica.
Gràcies. El cinema destraler inspira molt…