SUBURRA. 2015. 134´. Color.
Dirección: Stefano Sollima; Guión: Sandro Petraglia, Stefano Rulli, Giancarlo De Cataldo y Carlo Bonini, basado en la novela de Giancarlo De Cataldo y Carlo Bonini; Director de fotografía: Paolo Carnera; Montaje: Patrizio Marone; Música: Pasquale Catalano; Diseño de producción: Paki Meduri; Dirección artística: Simone Taddei; Producción: Riccardo Tozzi, Marco Chimenz, Gina Gardini y Giovanni Stabilini, para Cattleya-RAI Cinema-La Chauve Souris (Italia-Francia).
Intérpretes: Pierfrancesco Favino (Filippo Malgradi); Elio Germano (Sebastiano); Claudio Amendola (Samurai); Alessandro Borghi (Número 8); Greta Scarano (Viola); Giulia Gorietti (Sabrina); Adamo Dionisi (Manfredi Anacleti); Giacomo Ferrara (Spadino); Antonello Fassari (Padre de Sebastiano); Jean-Hughes Anglade (Cardenal Berchet); Alessandro Bernardini, Michele Bevilacqua, Nazzareno Bomba, Ahmed Hafiene, Yulia Kolomiets, Simone Liberati, Massimo Santangelo, Alberto Testone, Marco Zangardi.
Sinopsis: En unos pocos días de noviembre de 2011, la tramitación de una ley de reforma urbanística en la periferia romana saca a la luz las relaciones entre la alta política y el crimen organizado.
Aunque Stefano Sollima atesoraba una cierta experiencia en el campo de la televisión, Suburra, la película que le situó en el escaparate internacional, no es más que su segundo largometraje. El propio director dijo que su obra es ante todo un film de gángsters, pero este cuento moral sobre la sistémica corrupción de las élites italianas fue alabado por la crítica, que vio en él una negra radiografía de un país a la deriva, y logró un éxito de público que le llevó a traspasar fronteras.
No hay que ser un lince para ver la línea directa que existe entre Suburra y los diversos poliziescos rodados en la década de los 70 por Sergio Sollima, padre del director del film que nos ocupa, lo que es sin duda una buena clave para analizar la película, pero tampoco hay que obviar que Suburra será más disfrutada, y mejor entendida, por quienes conozcan la actualidad política italiana (cosa difícil para quienes vivimos en otros lugares, todo sea dicho; menciono esto porque, a la hora de analizar la política española, incluso algunos extranjeros de cierta entidad intelectual pueden llegar a decir gilipolleces bastante notables) ni, desde luego, los puntos en común que tiene la película de Stefano Sollima con una de las grandes obras del cine de denuncia: Las manos sobre la ciudad. Como en el clásico de Francesco Rosi, una gran reforma urbanística, en este caso en la periferia romana, es el punto de partida de una negrísima crónica de lo que se cuece en las alturas de un país que lleva décadas oliendo a podrido. Opino que la subtrama que narra la renuncia al pontificado de Joseph Ratzinger es prescindible, salvo en lo referente a confirmar que la jerarquía eclesiástica católica nunca deja de participar en todo aquello que apesta en Italia, pero lo demás no tiene desperdicio. Sabemos, porque el director nos lo confirma desde el prólogo, que un determinado día del otoño de 2011 todo se fue a la mierda: lo que nos describe esa película es cómo los distintos actores de esta función grotesca llegan hasta allí. Vemos, por ejemplo, que el crimen organizado tiene métodos muy eficaces para convencer a los afectados urbanísticos de las bondades de los planes que la Mafia ha contribuido a crear, o que los hombres de negocios que caen en manos de usureros no pueden escapar de ellos ni después de muertos. Sumen a esto a los elementos más perniciosos de una clase política acostumbrada a nadar en el lodo, y ya tienen el amargo cóctel que Stefano Sollima nos sirve durante más de dos horas… que se hacen muy cortas.
El cuadro, desde luego, es desolador: apenas hay resquicio para la virtud, y ni uno solo de los personajes que aparecen en pantalla hace otra cosa que servir al mal, cada uno en su terreno y a su manera. El odio es como la lluvia que aparece durante buena parte del metraje: acaba calándolo todo. Viendo la película, uno se acuerda de aquella frase de La dama de Shanghai que dice que los tiburones, cuando no tienen nada más que comer, se devoran entre ellos, porque eso es lo que hacen los personajes de Suburra: el político aficionado a las drogas y las orgías con menores que se cree intocable, el joven capo mafioso que desdeña los métodos de su padre y busca afianzar su poder sembrando el terror entre quienes se le oponen; su novia drogadicta, y no menos cruel; el hijo del empresario arruinado, que pasa de organizador de fiestas para la jet-set romana a delator y secuestrador de niños; el líder del clan que basa su fuerza en la usura y la extorsión; la prostituta de los poderosos, cuya vida en el fondo no vale nada, y el veterano comisionado de las grandes familias mafiosas del sur, cuyos tentáculos llegan a todas partes. Sus historias, que al inicio nos son presentadas de un modo que puede parecer inconexo, convergen en una espiral que finalmente les devora a todos porque, o son directamente estúpidos, o cometen errores fatales que les dejan fuera de un juego en el que, en apariencia, todo el mundo debería estar quieto y callado por lo mucho que tiene a ganar.
Sollima divide su película en tantas partes como días preceden al gran cataclismo final. Se agradece que no confunda el ser un director moderno con filmar como si la vida fuera un videoclip o él padeciera un ataque epiléptico: la puesta en escena es actual, pero con hechuras clásicas. Incluso la utilización de la música electrónica, que es profusa, no cae en los excesos efectistas a los que son aficionados tantos cineastas contemporáneos. La película es negra también en lo formal: vemos fiestas de la alta sociedad, hoteles de lujo, el Parlamento y las viviendas a las que sólo unos pocos pueden acceder, pero sólo brillan las luces artificiales: el cielo es gris, y predominan la noche y la lluvia. Lo mejor es que el espectador se cree lo que ve, aunque le joda verlo, hasta el epílogo, pues en los finales de Manfredi Anacleti, Samurai (todo un personaje, por cierto) o el diputado Malgradi se pierde parte de ese verismo a ultranza que hemos disfrutado hasta entonces. Por otra parte, la factura técnica de la película es muy buena: Sollima sabe dónde poner la cámara (de casta le viene al galgo) y la mueve con elegancia, la fotografía es excelente y todo se alinea para ligar bien con el tono sombrío de la historia.
Una de las claves de ese verismo antes mencionado es la labor de los actores. A Pierfrancesco Favino se le conoce más por sus esporádicas incursiones en el cine estadounidense, pero es en películas como Suburra, en las que salta a la vista que domina el terreno que pisa, donde puede lucir de veras su notable calidad: la escena en la que, desde el balcón de su hotel de lujo, orina desnudo bajo la lluvia, es una perfecta alegoría de la manera en que entienden el mundo los poderosos, y el mérito de que esas imágenes posean tal fuerza expresiva no es únicamente de Sollima. A Claudio Amendola le tenía uno perdido desde hace años, pero verle en la piel de ese hombre-para-todo de la Mafia al que todos llaman Samurai es una delicia. El trabajo de Elio Germano es destacable, aunque es superior el de Alessandro Borghi, verdadera revelación como joven capo mafioso con más agallas que cerebro, en acertada definición de Samurai. De los roles femeninos, mejor Greta Scarano, una actriz con un gran futuro, que una Giulia Gorietti que no logra trascender a su personaje, que tal vez sea el más tópico de todos los principales. Adamo Dionisi resulta muy creíble como ser cautivo de su primaria forma de ver el mundo.
Gran película, Suburra. Muy italiana, aunque lo que cuenta no resultará extraño a los ojos del público español. Por desgracia.