HOW TO STEAL A MILLION. 1966. 123´. Color.
Dirección: William Wyler; Guión: Harry Kurnitz, basado en un argumento de George Bradshaw; Dirección de fotografía: Charles Lang; Montaje: Robert Swink; Diseño de producción: Alexander Trauner; Música: John Williams; Producción: Fred Kohlmar, para 20th Century Fox (EE.UU).
Intérpretes: Audrey Hepburn (Nicole Bonnet); Peter O´Toole (Simon Dermott); Eli Wallach (Davis Leland); Hugh Griffith (Charles Bonnet); Charles Boyer (DeSolnay); Fernand Gravey (Grammont); Marcel Dalio (Sr. Paravideo); Jacques Marin (Jefe de los guardas); Moustache (Guarda borrachín); Roger Tréville, Eddie Malin, Bert Bertram.
Sinopsis: La hija de un célebre falsificador de arte recurre a un ladrón de guante blanco para robar una escultura expuesta al público y con ello evitar que su padre sea desenmascarado.
Ya en las postrimerías de una de las carreras más importantes de la historia del cine, William Wyler regresó a la comedia, género que llevaba más de una década sin explorar, con Cómo robar un millón y…, un film que continuaba la senda abierta por éxitos como Rififí o La pantera rosa, que lograron extraer arte de la mezcla entre latrocinio y glamour. No hablamos de una de las mejores obras de Wyler, lo que sería decir mucho, pero sí de una deliciosa y elegante película que recrea con mucho arte los rasgos más distintivos de la comedia romántica clásica.
Por aquello de que el cine de atracos perfectos y ladrones chic ya llevaba unos años en boga, y que esa clase de películas ya de por sí se prestan a que los guionistas ricen el rizo, el principal defecto de How to steal a million es bastante evidente: la historia no hay quien se la crea, desde sus inicios hasta su desenlace. Suceden dos cosas para que este, en principio, pecado mortal, se transforme en venial: que todo lo demás es maravilloso, y que la propia película se toma con bastante ironía su propia inverosimilitud. Por ejemplo, por burlarse del esnobismo del mercado del arte, algo que se hace ya desde la escena inicial, que recrea la subasta de un valiosísimo Cézanne… que, por supuesto, es falso. El autor de ese prodigio de la impostura no es otro que Charles Bonnet, un falsificador disfrazado de coleccionista que vive a todo lujo, ha consagrado su existencia a la perfecta reproducción de tesoros artísticos y tiene una hija, Nicole, que es la única persona con la que el estafador comparte su secreto. Esta angelical criatura conoce a Simon Dermott, un distinguido británico, de la manera más extraña posible: mientras su padre está en una recepción, y ella lee en la cama un libro sobre Hitchcock (que en la escena de mayor suspense se homenajee la figura del mago de forma tan singular muestra el desenfado del que hace gala todo el film), unos ruidos alertan a Nicole de que algo está sucediendo en la planta baja de su mansión: aunque al espectador se le da más información de la que tiene la joven protagonista (rasgo también muy hitchcockiano), la idea de ésta es que ese apuesto individuo se dispone a robar el Van Gogh (falso, cómo no) que adorna una de las paredes de la casa. Ella hiere accidentalmente al intruso y, claro está, entre ambos salta la chispa. Por eso, cuando su padre comete la fatal imprudencia de acceder a la exposición pública de su copia de la Venus de Benvenuto Cellini, lo que conlleva que la obra será examinada por expertos y, por tanto, que la falsificación será descubierta, Nicole decide acudir al ladrón británico para que saque la obra del museo y conseguir con ello que la estafa de su padre quede a salvo.
Lo que sucede después no es menos increíble, pero está narrado con tanta gracia que da exactamente igual. Además, en los diálogos hay mucho ingenio, y todo tiene el aire de cuento para adultos que ya exhibía la primera colaboración entre William Wyler y Audrey Hepburn, Vacaciones en Roma. Director todoterreno, aunque más proclive al drama, el alsaciano consigue unos excelentes resultados gracias a su elegancia en el manejo de la cámara (que, cuando se mueve, lo hace con la sutileza de una bailarina clásica), al soberbio aprovechamiento de los decorados de Alexander Trauner, tanto los más lujosos, que abundan, como los más modestos, véase el cuartucho de los guardas del museo y, sobre todo, esa minúscula estancia en la que el roce acaba confirmando el cariño (ahí, y por pura lógica espacial, se hace un uso de los primeros planos que contrasta con el resto de la película, en la que predominan los planos medios), y a la inspirada forma de explotar el carisma de sus protagonistas, entre los cuales encontramos a un rico empresario estadounidense que ama el arte, y a Nicole, de esa forma ostentosa, hortera y, a la postre, superficial, con la que los yanquis acostumbran a hacerlo casi todo. Esta vez, las pullas del director a su país de adopción, muy presentes en buena parte de su filmografía, son, como la manera de mostrar la atracción erótica entre Nicole y Simon y como toda la película, ligeras y jocosas, pero ahí están. Es interesante señalar que, en esta comedia de enredos, es Nicole quien cree poseer toda la información y, por tanto, quien mueve los hilos que han de salvar a su padre, pero es Simon quien realmente domina todo lo que sucede. Aunque, como esto es una comedia, al final todo el mundo consigue lo que quiere…
Aunque Wyler sigue el camino marcado en anteriores incursiones propias en la comedia, viendo How to steal a million es inevitable recordar al Stanley Donen de Charada y al Hitchcock de Atrapa a un ladrón, si bien la paradoja en este punto es que la película de Wyler es mejor que su referente, incluso en la ejecución del robo; también hay que referirse a La pantera rosa, pues toda la subtrama relativa a los guardas del museo bebe directamente de ahí. Este eclecticismo del director también lo vemos en la banda sonora de un joven John Williams, quien ya apunta que lo grandilocuente va a dársele bien en el futuro, pero que en ocasiones suena a Bernard Herrmann y en otras, a Henry Mancini. No es un reproche, que conste, porque ni hablo de plagio, ni es fácil dar ese nivel.
Que una película de esta clase alcance sus objetivos depende en buena parte del buen hacer de la pareja protagonista, así como de la química que pueda haber entre ellos. En ambos aspectos, Audrey Hepburn y Peter O´Toole merecen un sobresaliente. Ella está en su salsa, con su aspecto celestial, sus vestidos de Givenchy, su magnética sonrisa y su indiscutible clase. Él está perfecto en un papel que parece escrito pensando en un Cary Grant más joven. Que las evidentes diferencias entre ambos actores no se perciban se debe a que Peter O´Toole era un superclase. Eli Wallach, muy alejado de sus roles más repetidos, es el perfecto arquetipo de ricachón nortemaricano, y Hugh Griffith, un actor de enorme categoría, está a la altura que se le supone como estafador de altos vuelos. Respecto a los intérpretes franceses, la presencia de un veterano Charles Boyer siempre aporta un punto de distinción, mientras que Marcel Dalio, Jacques Marin y Moustache son quienes interpretan los papeles más puramente cómicos, con especial acierto por lo que respecta al último de ellos.
Pocas veces tamaña falta de verosimilitud ha resultado tan encantadora. William Wyler no dirigió demasiadas comedias, pero también era capaz de hacerlas muy buenas.