THE BRIDGE ON THE RIVER KWAI. 1957. 161´. Color.
Dirección : David Lean; Guión: Michael Wilson, Carl Foreman y Pierre Boulle, basado en la novela de este último The bridge on the river Kwai; Director de fotografía: Jack Hildyard; Montaje: Peter Taylor; Música: Malcolm Arnold; Dirección artística: Donald M. Ashton; Producción: Sam Spiegel, para Columbia Pictures (EE.UU).
Intérpretes: William Holden (Shears); Alec Guinness (Coronel Nicholson); Jack Hawkins (Mayor Warden); Sessue Hayakawa (Coronel Saito); James Donald (Clipton); Geoffrey Horne (Teniente Joyce); André Morell (Coronel Green); Peter Williams (Capitán Reeves); John Boxer (Mayor Hughes); Percy Herbert, Harold Goodwin, Ann Sears.
Sinopsis: Un grupo de prisioneros británicos, al mando del flemático pero inflexible coronel Nicholson, llega a un campo de prisioneros japonés, al mando del despiadado coronel Saito. La misión de los ingleses será construir un puente sobre el río Kwai. En el campo se encuentra Sears, un soldado americano que consigue fugarse y es enviado de nuevo al lugar acompañando a un grupo encargado de volar el puente.
A mediados de los cincuenta, David Lean ya había demostrado sobradamente ser un gran director de films intimistas. Con El puente sobre el río Kwai se convirtió en un gran director de superproducciones, especialidad que ocuparía toda su obra venidera. La película fue un rotundo éxito, ganó siete Oscars y varias de sus escenas quedaron para el recuerdo. Más allá de todo eso, el film de Lean aúna arte y espectáculo, es profundo y entretenido y supone en la historia del cine algo así como el enganche entre Objetivo Birmania, película de la que bebe, y Apocalypse Now, en la que influyó muchísimo. Firmemente proaliada pero también antibelicista, dotada de una belleza compositiva y visual sólo equiparable en la época a las obras mayores de Welles y Kurosawa, modelo de filmación en espacios abiertos tanto como puedan serlo los westerns de Ford, la grandiosidad de la película no supone desinterés en el guión o en la psicología de los protagonistas, sin duda uno de los puntos fuertes del film.
Bajo un calor sofocante, con mucha hambre, sed y heridas, y un buen número de heridos, un numeroso grupo de prisioneros ingleses es trasladado a un campo de co0ncentración japonés del Sureste asiático. Pese a las calamidades, los británicos entran en el campo con paso firme y en perfecta formación, lo que dice mucho del carácter de su oficial en jefe, el coronel Nicholson. Sin embargo, su férreo apego a los reglamentos chocará de inmediato con la realidad impuesta en el lugar por el oficial japonés de mayor rango, el coronel Saito: trabajos forzados incluso para los oficiales, escasa comida y casi nulas opciones de fuga. Esta situación es de sobras conocida por Sears, un soldado americano de vuelta de casi todo que, pese a lo difícil de la empresa, está decidido a escaparse del campo a la mínima oportunidad. Nicholson, en cambio, sigue obstinado en acogerse a la Convención de Ginebra y, por tanto, en negarse a que sus oficiales realicen trabajos manuales. Ello le supone un largo encierro en un minúsculo y oscuro cobertizo mientras a sus soldados se les encarga la construcción de un puente sobre el río Kwai. De la lucha de egos entre los dos coroneles resultará vencedor el británico: su firmeza frente a las torturas y las argucias de Saito, y el hecho de que la construcción del puente lleve un notable retraso, fuerzan al militar japonés a cambiar de táctica y encomendarse a los ingleses para que la obra sea terminada a tiempo. El triunfo de Nicholson es, pues, sólo aparente, ya que en su desmedido orgullo hace que sus hombres trabajen más y mejor que los japoneses en la construcción, convirtiéndose en consecuencia en los mejores colaboradores posibles del enemigo. A Saito le puede el pragmatismo, y a Nicholson el orgullo. Mientras, Sears consigue fugarse del campo y, al límite de sus fuerzas, alcanzar un núcleo habitado. Cuál será su sorpresa cuando, después de verse casi licenciado y lejos de la guerra, se le encarga volver al campo y guiar a un comando encargado de volar el puente que con tanto interés y precisión construyen los británicos para los japoneses, un despropósito que sólo el oficial médico Clipton parece percibir. Después de eso, el sinsentido de la guerra se adueña de la función. Una locura que anticipa el horror del que hablará Marlon Brando en la piel del coronel Kurtz más de veinte años después.
Ya he hablado de la belleza visual de esta obra cinematográfica: su espectacularidad y la fuerza de sus imágenes, el alto nivel estético de los planos, proporcionan un continuo disfrute. El único defecto que le encuentro a la película es que, a excepción de las inmediatamente posteriores a su fuga, las escenas de Holden fuera del campo de prisioneros le hacen perder intensidad, lo que no es un obstáculo para decir que el actor estadounidense está brillante en un papel muy similar al que interpretó unos años antes para Billy Wilder en Traidor en el infierno. Con todo, el cénit actoral de la película lo pone el duelo entre los dos coroneles, un Alec Guinness que (no me cansaré de repetirlo) es uno de los mejores intérpretes que jamás se han visto en una pantalla de cine, y un Sessue Hayakawa totalmente eficaz en su rol de dictador absoluto del campo de concentración. La música de Malcolm Arnold es también muy buena, más allá de la celebérrima marcha que acompaña a los soldados británicos en su marcial aparición ante el enemigo.
Sin duda, una de las grandes películas del cine bélico, y del cine en general. Y lo más destacable es que, pese a lo dicho, no es la mejor obra de David Lean. De ésa, de su película perfecta, escribiré en poco tiempo.