DE BATTRE, MON COEUR S´EST ARRETÉ. 2005. 107´. Color.
Dirección: Jacques Audiard; Guión: Jacques Audiard y Tonino Benacquista, basado en el guión de James Toback para su película Fingers; Dirección de fotografía: Stéphane Fontaine; Montaje: Juliette Welfling; Música: Alexandre Desplat; Diseño de producción: François Emmanuelli; Producción: Pascal Caucheteux, para Why Not Productions- Sédif Productions- France 3 Cinéma (Francia).
Intérpretes: Romain Duris (Thomas Seyr); Niels Arestrup (Robert Seyr); Jonathan Zaccai (Fabrice); Gilles Cohen (Sami); Linh Dan Pham (Miao Lin); Aure Atika (Aline); Emmanuelle Devos (Chris); Anton Yakovlev (Minskov); Mélanie Laurent (Amante de Minskov); Sandy Whitelaw, Zhang Jian, Jamal Djabou, Walter Shnorkell.
Sinopsis: Thomas se acerca a la treintena basculando entre su próspero empleo como agente inmobiliario sin escrúpulos y el recuerdo de su difunta madre, una reconocida pianista de la que heredó parte de su talento para la música..
De latir, mi corazón se ha parado fue la película que encumbró a Jacques Audiard, un director que se ha convertido por méritos propios en una de las figuras más importantes del cine francés de este siglo. Ocho premios César fue la recompensa que obtuvo este drama que, al contrario de lo que suele suceder, es la adaptación de un film estadounidense que no he visto, por lo que me resulta imposible establecer comparaciones. Sí puedo decir que coincido con el sector mayoritario de la crítica al afirmar que Audiard hizo una película poderosa y sin concesiones, digna del reconocimiento recibido.
Que la genética nos condiciona más que ninguna otra cosa es algo que tengo claro. En esta película, el director nos presenta a un protagonista cuyos progenitores no pueden ser más distintos: él es un especulador inmobiliario cuya máxima preocupación es seguir acumulando dinero sin importar cómo; ella fue una virtuosa pianista clásica fallecida años atrás. Thomas, el protagonista, es un digno heredero de su padre, pues es toda una autoridad en materia de acoso inmobiliario. Tras la muerte de su madre, Thomas abandonó sus estudios de piano, en los que había mostrado buenas aptitudes. Metido de lleno en operaciones urbanísticas tan lucrativas como legalmente dudosas, la posibilidad de una audición con un conocido de su madre hace que Thomas vuelva a recuperar el interés por la interpretación musical. Para recobrar el tiempo perdido y mejorar su técnica, el joven contrata a una pianista oriental recién llegada a París, con la que empieza a dar clases. Poco a poco, la música se convierte en la máxima prioridad en la vida de Thomas.
Para contar su historia, Audiard utiliza una cámara al hombro que sitúa siempre al lado de sus actores. Confieso que, en general, esta técnica no es muy de mi agrado, y que al principio de la película me supuso un incordio que se fue diluyendo a medida que avanzaba la acción. Me ratifico en que, en especial en las escenas más violentas, donde Thomas saca lo peor de sí mismo, esa forma de filmar crea más confusión en el espectador que otra cosa, pero es cierto que Audiard lleva sus convicciones hasta el final, y que su modo de hacer cine, en el que sobresale el acierto en el montaje, se aleja de estereotipos clásicos sin caer del todo en los del indie de manual. De esta manera, el director nos habla de un sociópata, un ser profundamente amoral para quien el fin, que no es otro que la propia satisfacción, justifica todos los medios. Audiard nos ahorra, y se lo agradecemos quienes estamos de mensajes buenrollistas hasta la mismísima bolsa escrotal, la fábula redentora sobre el poder curativo de la música que podría haber sido su película en manos más blandas. Ahí está el epílogo para confirmarnos que lo mejor que puede ser Thomas es una simbiosis bastante lograda de los talentos de sus dos progenitores. Él mismo muestra la clave cuando, en una conversación con la ex-amante de su padre, le dice: «Ya sabes de quién soy hijo, no esperes milagros». Si al final Thomas ha dejado de disfrutar de su participación en los actos más rastreros de acoso inmobiliario no es porque se haya vuelto menos hijo de puta (de hecho, su relación con las demás personas se fundamenta en utilizarlas para sus fines), sino porque tiene otras prioridades en la vida. La música amansa a las fieras, sí, pero no las transforma.
La incomunicación en la sociedad capitalista de nuestro tiempo es otro de los ejes temáticos de la película. No ha de extrañarnos que los dos actos de comunicación más pura que Thomas comparte con otros personajes tienen lugar con quienes le resulta imposible superar las barreras idiomáticas: su profesora, que llega a París sin saber una palabra de francés, y por tanto sólo puede comunicarse con Thomas por la vía de la música, los gestos y media docena de expresiones en inglés, y el ricachón ruso Minskov, con quien el protagonista se comunica en ese otro idioma universal que es la violencia. Por el contrario, las relaciones entre las personas que hablan la misma lengua están marcadas por la falsedad: Thomas es, repito, un cabrón integral, pero, como todos los de su especie, puede ser muy seductor: para él, las mujeres son objetos fácilmente manipulables. Sus compañeros de trabajo son tan miserables como él, pero encima sin su vena artística. Y su padre, un ser que no es más que un pobre hombre con mucho dinero, incapaz de asumir su creciente decrepitud y que usa a su hijo como matón cuando le conviene.
Soy consciente de que este blog lleva camino de convertirse en un continuo elogio de Alexandre Desplat, pero como va quedando poca gente que merezca ser elogiada, volvamos a ello. En una película donde la música grabada (y qué música) ocupa un lugar tan primordial, pocos compositores se hubiesen tomado ni siquiera la molestia de presentar una partitura tan trabajada, tan en consonancia con lo que sucede en la pantalla. Y no es que haya que valorar únicamente el esfuerzo, es que además la banda sonora es muy buena. Aquí, de nuevo, vemos las huellas de un grande del cine.
Romain Duris se enfrenta al reto de dar vida a un personaje repulsivo, y lo cierto es que su trabajo es excelente. Thomas Seyr es frialdad para con los demás, es matonismo de manual, es resultar atractivo cuando eso le es útil, son ocasionales explosiones de ira y contados momentos de júbilo (sólo una vez, ante un piano, vemos al protagonista disfrutar de otra manera que haciendo el mal), y todo eso lo muestra Duris de un modo muy inspirado. Niels Arestrup está también a un nivel alto como hombre que ya no es lo que era, y que nunca fue lo que creyó ser. Jonathan Zaccai y Gilles Cohen cumplen con nota como individuos miserables, y tanto Aure Atika como Emmanuelle Devos me parecen dos actrices de calidad que aquí vuelven a demostrarlo, mientras que a Mélanie Laurent su papel no le da para lucir mucho. Linh Dan Pham hace un trabajo muy contenido que también merece ser destacado.
Muy buena película, de las mejores de un director con personalidad y talento. El esquema visual podría haber sido otro, pero el film, a nivel narrativo, es soberbio. Además, Audiard se atreve a retratar a sus personajes con un realismo sin aditivos, lo que es raro de ver en el cine… y en la vida.