Después de un largo asedio, las fuerzas especiales de la policía francesa han abatido al asesino que durante estos últimos días ha sembrado el terror en la capital del Languedoc. Una vez más, la barbarie integrista ha provocado un nuevo derramamiento de sangre, primero la de unos soldados franceses de origen magrebí (como su asesino), y más tarde la de tres niños y un adulto en un colegio judío. Es difícil, desde una óptica democrática, enfrentarse al mal en estado puro, a unos seres (me resisto a llamarles personas o, desde luego, individuos) fanatizados hasta el extremo de no tener ningún respeto por la vida, ni siquiera por la propia, y que no surgen de la nada: hay un clima, un caldo de cultivo en significativos sectores del Islam que los crea y los moldea. Los fabricantes de ese clima, los cultivadores del odio, también son responsables de estos crímenes, y por su intolerancia no les corresponde lugar alguno en unas sociedades claramente imperfectas, pero mucho más tolerantes y civilizadas que aquellas que ellos han impuesto en muchos países de su área de influencia y quieren imponer en todos los demás. Falta un rechazo inequívoco en el mundo musulmán hacia quienes asesinan a niños en nombre de su religión, como falta una mayor valentía en Occidente a la hora de hacerles frente. La verdadera amenaza es ser pusilánime frente al fascismo o al fundamentalismo religioso de cualquier tipo, en especial el de aquellos que practican el asesinato de inocentes en nombre de una fe retrógrada y basada en la violencia y el resentimiento. Sí, hay ideologías, creencias y civilizaciones superiores a otras, y no se defienden solas. España es un país que ha sufrido (y aún lo hace, aunque a menor escala) el fanatismo religioso, el odio y la intolerancia de quienes dicen ser los fieles servidores de Dios. Hoy nos acecha un enemigo no menos peligroso, ante el que cualquier retroceso es la semilla de una futura gran derrota. Un enemigo que incluso repudia uno de los derechos más valiosos que existen, el de tener juicio justo con independencia del delito que se haya cometido. A veces me gustaría que hubiera vida más allá de la muerte. Por ejemplo, para que seres como Mohamed Merah pudieran pudrirse en el infierno por toda la eternidad.