RUSHMORE. 1998. 92´. Color.
Dirección: Wes Anderson; Guión: Wes Anderson y Owen Wilson; Dirección de fotografía: Robert Yeoman; Montaje: David Moritz; Dirección artística: Andrew Laws; Música: Mark Mothersbaugh; Diseño de producción: David Wasco; Producción: Barry Mendel y Paul Schiff, para American Empirical Pictures-Touchstone Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Jason Schwartzman (Max Fischer); Bill Murray (Herman Blume); Michelle Williams (Rosemary Cross); Seymour Cassel (Bert Fischer); Brian Cox (Dr. Guggenheim); Mason Gamble (Dirk Calloway); Sara Tanaka (Margaret Yang); Stephen McCole (Magnus Buchan); Connie Nielsen (Mrs. Calloway); Luke Wilson, Deepak Pallana, Andrew Wilson, Marietta Marich, Al Fielder, Wally Wolodarsky, Patricia Winkler.
Sinopsis: Max, alumno de un elitista instituto, está más preocupado por las actividades extraescolares que por su currículum académico. Un día, conoce a una profesora inglesa recién llegada al lugar, y se enamora de ella.
Academia Rushmore fue la película que confirmó a Wes Anderson como una de las grandes revelaciones del cine estadounidense de finales de siglo, y la que familiarizó a la cinefilia con el peculiar universo de este autor en sentido estricto, personal y reconocible ya desde sus primeras obras. Esta agridulce comedia de iniciación a la vida fue para Anderson el espaldarazo definitivo a una carrera que, desde entonces, se ha movido con inusual coherencia.
Lo que en muchos cineastas noveles constituye un defecto, que no es otro que querer explicar demasiadas cosas en una sola película, tal vez porque nunca se sabe si se tendrá la oportunidad de dirigir otra, Anderson lo convierte en virtud: todo lo que él es como cineasta se encuentra en Academia Rushmore, pero eso no implica sobrecargar al espectador de un film que apenas supera la hora y media de duración y cuyo espectro temporal abarca menos de medio año. Lo vemos desde la primera escena: con una estética cuidada hasta lo puntilloso, el director nos presenta a su protagonista, un quinceañero de lo más atípico, y lo lleva hasta una de esas solemnes ceremonias académicas tan del agrado del cine estadounidense, sólo que aquí, y eso es marca de la casa, sobre la pomposidad emergen una aguda reflexión sobre las clases sociales y una profunda carga de ironía. Sentado en el lugar propio de la criatura repelente que es (por mucho que, en su caso, esa repelencia se manifieste mucho más en un elefantiásico interés por las actividades extraescolares de la academia que en las asignaturas regladas, en las que más bien destaca por lo bajo), Max escucha el discurso de Herman Blume, un rico empresario, que versa sobre la necesidad de quienes no han nacido ricos de imponerse sobre quienes ya se forjaron en la opulencia. Sólo Max aplaude esas palabras, y ello se debe a que, de todo el repleto auditorio, él y Blume son los únicos presentes que no nacieron ricos. El muchacho aborda al adulto para alabar sus palabras, y ambos se caen bien porque, cada cual a su modo, son dos inadaptados: Blume es infeliz en su vida personal, marcada por un matrimonio que ha perdido toda razón de ser, coronado con dos hijos que no pueden ser más zotes; Max estudia con beca y adora estar en Rushmore, aunque su pobre rendimiento escolar le hace vivir bajo una permanente amenaza de expulsión y su hiperactividad se canaliza a través de una multitud de intereses que nada tienen que ver con las asignaturas obligatorias y van de la vida submarina a la escritura de obras de teatro, pasando por la apicultura y el backgammon. El muchacho, que perdió a su madre años atrás, reniega de la profesión de su padre (barbero), algo tan miserable como frecuente entre quienes han pulsado el botón de subir en el ascensor social. A su modo, ejerce el control sobre su vida, hasta que aparece en escena Rosemary Cross, una joven viuda que da clases a niños pequeños, y ahí empieza un baile que, en las manos de Anderson y de su amigo Owen Wilson, coautor del guión, es tan divertido y tan amargo como la vida misma.
Academia Rushmore es también una película sobre cómo se originan y se rompen las relaciones entre las personas, y sobre las formas de recomponerlas (o no). Max, como todo tipo inteligente, es un ser manipulador, un cerebro adulto en un cuerpo de quinceañero. Ocurre, sin embargo, que la gente nunca se deja manipular como Dios manda. Su enamoramiento de una mujer mayor que no le corresponde (no, al menos, de un modo directo), y su destierro del paraíso que para él era Rushmore (en dirección al lugar que, por extracción social, le corresponde) sacan lo peor de él, un carácter mezquino y vengativo que ocultaba tras su pulida apariencia. En el fondo, y ahí reside una de las grandes virtudes, el muchacho y Blume, ese individuo amargado que ve en el chico al hijo que le hubiese gustado tener, y que se enamora de la profesora Rosemary Cross con mayor fortuna que el muchacho gracias al cual la conoció, son la misma persona, sólo que con las notables distancias que marca la diferencia de edad. Al final, Max asimila la lección más importante de la vida adulta: aprende a conformarse. A cambio, goza del privilegio de triunfar en aquello que le apasiona.
En Wes Anderson, forma y fondo van de la mano. Ambos elementos son pulcros, de un heterodoxo clasicismo y reflejan un sentido del humor menos ingenuo de lo que aparenta. Todavía, en lo técnico, tenemos a un director que no domina todos los resortes de su oficio, pero que está mucho más cerca de hacerlo que la gran mayoría de los cineastas primerizos. Destacan la chispa de los diálogos y la importancia de la música, cuidadosamente escogida como también es sello de Anderson, pero hay escenas mudas, como la que define al personaje de Herman Blume con su chapuzón en la piscina durante una fiesta casera, que dejan claro que el ingenio no se queda sólo en el libreto. También el clímax de la película, que acontece durante el estreno del drama bélico escrito por Max, está filmado de un modo que muestra que Wes Anderson no nació sabiendo, pero casi.
Encabezan el reparto dos actores que quedaron ya para siempre ligados al cine del director texano; el por entonces debutante Jason Schwartzman, impecable como muchacho repelente cuya vida da un vuelco en unos pocos meses, y el muy consagrado Bill Murray, que aquí lo borda en su sempiterno rol de cómico con úlcera de estómago y con su sentido del menos es más. Academia Rushmore supuso uno de los puntos álgidos de la irregular carrera de la notable actriz Olivia Williams, que aporta a su personaje el imprescindible punto de sentido práctico femenino, además de un loable punto de melancolía. Dos grandes veteranos como Seymour Cassel, en el papel del bondadoso padre de Max, y Brian Cox enriquecen un reparto en el que los jóvenes Sara Tanaka y Mason Gamble pudieron gozar de una efímera gloria.
El segundo largometraje de Wes Anderson continúa siendo uno de los mejores que ha dirigido, por su inteligente puesta en escena, su amarga gracia y su lucidez en el análisis de las relaciones humanas. Gran película, sin duda.