LAWRENCE OF ARABIA. 1962. 216´. Color.
Dirección : David Lean; Guión: Robert Bolt y Michael Wilson, basados en los escritos de T.E. Lawrence; Director de fotografía: Freddie Young; Montaje: Anne V. Coates; Música: Maurice Jarre; Dirección artística: John Stoll y Anthony Masters; Diseño de producción: John Box; Vestuario: Phyllis Dalton; Producción: Sam Spiegel, para Columbia Pictures (EE.UU).
Intérpretes: Peter O´Toole (T.E. Lawrence); Alec Guinness (Príncipe Faisal); Jack Hawkins (General Allenby); Anthony Quinn (Auda Abu Tayi); Omar Sharif (Sherif Ali); Claude Rains (Dryden); José Ferrer (El Bey turco); Anthony Quayle (Coronel Brighton); Arthur Kennedy (Jackson Bentley); Donald Wolfit (General Murray); I.S. Johar (Gasim); Michel Ray (Farraj); John Dimech (Daud), Fernando Sancho.
Sinopsis: En mitad de la Primera Guerra Mundial, el indisciplinado y culto soldado británico T.E. Lawrence, que se encuentra realizando labores cartográficas en El Cairo, es enviado a Arabia para una misión de reconocimiento. Allí se granjea las simpatías de diversos caudillos de tribus árabes hasta entonces enemistadas entre sí y consigue liderar la rebelión árabe contra el ocupante turco.
Cuando escribí mi comentario sobre El puente sobre el río Kwai dije que David Lean había llegado a dirigir una película absolutamente perfecta: se trata de Lawrence de Arabia. Toda la película es cine en estado puro, quizá no se haya filmado mejor en exteriores en toda la historia del celuloide, y puedo decir que, cuando los hermanos Lumière inventaron el cinematógrafo, soñaron con que en el futuro alguien conseguiría dirigir algo tan grande como Lawrence de Arabia. Y ese alguien fue David Lean, que estaba en la cumbre de su fama gracias al éxito de Kwai y se propuso, de nuevo junto al productor Sam Spiegel, hacer un film todavía más grande. A finales de los cincuenta, la televisión había comido mucho terreno al cine en las preferencias del gran público, y Hollywood encontró su salvación en las grandes superproducciones: de esa fiebre surgieron, entre otras, Ben-Hur, 55 días en Pekín o Cleopatra, pero nadie llevó tan lejos el concepto superproducción a nivel artístico como David Lean. La receta es a priori sencilla: mucho dinero invertido en medios técnicos y humanos, dramatización de hechos reales enmarcados en un entorno bélico, guión sólido, importancia capital del montaje, actores de primera fila e integración del paisaje natural como elemento clave de la narración. Todo esto y algo más es Lawrence de Arabia, un film que, cincuenta años después de su estreno, sigue resultando impresionante.
El film empieza (y acaba) con música y la pantalla en negro. Cuando arrancan las imágenes, resultan hipnóticas. Al cuarto de hora de filmación ya se nos obsequia con uno de los planos más hermosos y recordados de la historia del cine: la cerilla que se convierte en la salida del sol en el desierto arábigo. Allí es enviado el díscolo soldado Lawrence, y allí será el protagonista de grandes aventuras, saboreará la gloria y el fracaso y hará que su nombre y sus hechos sobrevivan a su muerte, una muerte con la que, curiosamente, empieza la película. Las reacciones de los asistentes al funeral, y sus comentarios sobre el difunto, ya nos dicen mucho sobre él. Por ejemplo, que quienes apenas le conocieron de pasada parecen tener una mejor opinión de Lawrence que quienes lo hicieron más en profundidad, y que, al fin y al cabo, nadie llegó realmente a conocerle demasiado. De las muchas y variadas peripecias sucedidas en la corta pero intensa vida de Lawrence, el film se centra, y con todo detalle, en su epopeya arábiga. En casi cuatro horas de metraje se nos cuentan muchísimas cosas sobre tan interesante personaje y, sin embargo, al acabar la película, uno tiene la sensación de que T.E. Lawrence sigue siendo un enigma: hijo bastardo de un barón irlandés, dotado de una vasta cultura, de notable inteligencia y de un gran afán aventurero, Lawrence se encontró a sí mismo en mitad del desierto, interviniendo de una forma decisiva en el conflicto bélico de mayores proporciones que había conocido la humanidad hasta entonces. Primero, ganándose al príncipe Faisal (posteriormente rey de Irak), líder de una tierra ocupada por el Imperio otomano, aliado de los alemanes. Para llegar hasta él, Lawrence ha de recorrer un inmenso desierto, que se convierte en el gran protagonista de esas escenas (y de otras muchas posteriores del filme), en mitad del cual conoce, de un modo nada amistoso, a un personaje que será decisivo en su periplo árabe, el Cherif Ali. Más tarde, uniendo a su causa a otros caudillos árabes, como el codicioso y valiente Auda Abu Tayi, y conquistando la estratégica ciudad de Aqaba tras una penosa travesía desértica y con sólo cincuenta hombres. Este hecho heroico convierte a Lawrence en una celebridad, no sólo entre el Ejército británico: incluso llegan periodistas desde Norteamérica para retratarle y dar cuenta de sus hazañas bélicas. Líder de una guerra de guerrillas que causó estragos a los turcos, carismático profeta para los príncipes árabes, la genialidad de Lawrence, un pacifista que confiesa disfrutar jugando con la muerte propia y ajena, es tan evidente como inescrutables sus motivos. No duda en saltarse las directrices dictadas por sus superiores si así le apetece, máxime cuando empieza a sospechar que las verdaderas intenciones de los altos estamentos británicos se centran mucho más en ocupar un lugar dominante en Oriente Próximo que en liberar a los árabes del yugo otomano. Megalómano y exhicionista, Lawrence resulta cada vez más imprevisible, incluso para su fiel Cherif Ali. Después de una desastrosa expedición junto a éste por la ciudad de Deraa, que acaba con la detención y tortura del aventurero británico (que, sin embargo, no es reconocido por sus captores), y con su rechazo a las proposiciones homosexuales del oficial turco al mando (en muchas partes de la película se nos insinúa la homosexualidad de Lawrence, sin que se deje del todo claro si ésta era reprimida o practicada: con el oficial turco parece reprimida; no así en las escenas que comparte con sus criados Daud y Farraj), lo peor de Lawrence sale al exterior, provocando un derramamiento de sangre que asombra hasta a sus aliados árabes, y siendo incapaz de coordinarlos una vez conquistada Damasco. Después de eso, Lawrence está por fin decidido a dejar Arabia, y a los gerifaltes británicos y al príncipe Faisal no les parece mal la idea, pues todos tienen otros planes en los que Lawrence, sencillamente, está de más. El héroe de Arabia vuelve a casa, solo y desencantado, devorado interiormente por su propia fama, y el final vuelve a llevarnos al principio, pues la película es un inmenso flashback (o analepsis, que es como se dice en castellano).
¿Está dicho todo? Ni mucho menos. Quién no recuerda la fantástica música de Maurice Jarre, esa exhibición de dominio de los planos largos, esa lección de montaje, una fotografía de las mejores que he visto (con permiso de Gordon Willis en El Padrino), y unos actores en estado de gracia, encabezados por un Peter O´Toole (inmenso actor cuya carrera se fue al traste por culpa del alcoholismo) que brinda una de las mejores interpretaciones de la historia del cine, un Alec Guinness inmenso como sabio y pragmático príncipe árabe, un Omar Sharif de mirada poderosa y gestualidad convincente, un Jack Hawkins tan brillante y eficaz como siempre, un Claude Rains inteligente y malévolo como buen político de raza, un libidinoso José Ferrer o el rudo, valiente y cínico Anthony Quinn. Cine elevado a la enésima potencia. Como curiosidad, decir que parte de la película fue rodada en Andalucía, algunas escenas en lugares que servidor ha pisado varias veces como la Plaza de España o la Casa de Pilatos de Sevilla. Más allá de todo eso, una de las diez mejores películas de la historia del cine, y la película perfecta de David Lean.