CAMPBELL´S KINGDOM. 1957. 100´Color.
Dirección: Ralph Thomas; Guión: Robin Estridge, basado en la novela de Hammond Innes; Dirección de fotografía: Ernest Steward; Montaje: Frederick Wilson; Música: Clifton Parker; Dirección artística; Maurice Carter; Producción: Betty E. Box, para The Rank Organisation (Reino Unido).
Intérpretes: Dirk Bogarde (Bruce Campbell); Stanley Baker (Owen Morgan); Michael Craig (Boy Bladen); Barbara Murray (Jean Lucas); James Robertson Justice (James MacDonald); Athene Seyler (Abigail); Robert Brown (Ben Creasy); John Laurie (Mac); Sidney James, Mary Merrall, George Murcell, Roland Brand, Finlay Currie.
Sinopsis: Un joven británico viaja hasta las Rocosas canadienses, donde su abuelo, que acaba de fallecer, tenía unas tierras bajo las que estaba convencido de que había petróleo.
Sin haber firmado jamás algo parecido a una obra maestra, Ralph Thomas dirigió un puñado de películas de buen nivel, entre las que se encuentra La dinastía del petróleo, adaptación de una novela de Hammond Innes que llevó a un nuevo terreno la colaboración entre el director y uno de los actores británicos de moda en la época, Dirk Bogarde. Esta vez, y estamos hablando de una verdadera rareza en la cinematografía inglesa, la cosa se llevó a las fronteras del western, y lo cierto es que el experimento, desde el punto de vista artístico, no resultó fallido.
La película cuenta una historia muchas veces vista en el cine del Oeste, la de un hombre de ciudad que viaja hasta los confines de la civilización para terminar encontrándose a sí mismo, aunque el film de Ralph Thomas presenta algunas particularidades sobre el esquema estándar: el protagonista no acude al Salvaje Oeste, en este caso al sector canadiense de las Montañas Rocosas, en busca de aventuras o riquezas, sino para retirarse del mundo, pues le quedan pocos meses de vida a causa de una indeterminada enfermedad, y desea pasarlos lejos del que siempre fue su entorno. La excusa es tomar posesión de los terrenos de su recién fallecido abuelo, objeto de desprecio en el lugar porque, empecinado en que en su subsuelo había petróleo, convenció a propios y extraños para que invirtieran en su explotación, sin que de allí brotara jamás una gota de oro negro. En breve, la construcción de una presa, paralizada por el difunto, anegará las tierras y todo quedará en una nota marginal de la historia de la comarca. Sin embargo, el empeño de quienes construyen la presa en lograr que el forastero entregue la posesión de la propiedad a cambio de dinero, lleva a éste a pensar que quizá su abuelo no fuese el estafador que casi todos creen, y decide salir de dudas de la única manera posible.
Más que un western en sentido estricto, La dinastía del petróleo es, por decirlo de manera sencilla, lo más cercano al género que podía hacerse en Inglaterra. Pese a que los exteriores se rodaron en los Alpes italianos, y que en ellos tienen lugar las escenas más espectaculares de la película, nos hallamos frente a un film fundamentalmente de estudio, en el que tienen mucha relevancia las escenas que dibujan el perfil de los distintos personajes y reflejan las relaciones que se establecen entre ellos. Esto da lugar a algunos problemas de ritmo que se superan con éxito en la lograda parte final, aunque todo el conjunto deja la sensación de que sobra pulcritud y falta arrojo, algo habitual en la filmografía de un director que nunca logró trascender su bien ganada reputación de artesano eficiente. La película es buena, el guión es sólido (aunque una innecesaria pirueta final nos hace dudar de si el protagonista ha viajado a Canadá o a Lourdes) y el trabajo de los técnicos, muy solvente, pero unas dosis bien distribuidas de desmesura le hubieran sentado bien a un film sobrado de contención. Se diría que los artífices de la película limitaron sus concesiones al riesgo al género de la película, tan poco británico, porque el resto lo es mucho, para bien y para mal. En las escenas que el protagonista comparte con la pareja de ancianas que guardan un buen recuerdo de su abuelo, por ejemplo, hay gotas de buena comedia. En cambio, las de corte más intimista, en especial las que ilustran el progresivo enamoramiento entre el forastero y la joven lugareña, no hacen mucho más que ralentizar una acción que, en lo que respecta a las disputas entre el nieto del difunto y sus escasos aliados, por una parte, y los poderosos hombres que intentan por todos los medios (lo que obliga al protagonista a entender que, peleando según las reglas, su causa no tiene ningún futuro) construir la presa, funciona de manera bastante satisfactoria.
Otra característica muy británica de la película es el notable trabajo de su reparto. Dirk Bogarde, un actor excelente, aporta su reconocida capacidad para insuflar energía a sus personajes desde esa languidez que fue el eje vertebrador de su estilo interpretativo, mientras que Stanley Baker posee toda la rudeza que necesita el enérgico capataz al que da vida. Michael Craig está a un nivel inferior a los mencionados, lo mismo que una Barbara Murray que también se resiente de lo tópico que es su papel. James Robertson Justice, como escocés de pura cepa, y ese dúo de ancianas que forman Athene Seyler y Mary Merrall, dan mucho juego en sus apariciones. En el debe, el poco aprovechamiento que se extrae de dos grandes actores como John Laurie y Finlay Currie.
Buena película, que se ve con agrado, pero que difícilmente arrancará grandes muestras de entusiasmo entre su público.