THE ORDER OF THE BLACK EAGLE. 1987. 85´. Color.
Dirección: Worth Keeter; Guión: Phil Behrens; Dirección de fotografía: Irl Dixon; Montaje: Matthew Mallinson; Música: Dee Barton; Decorados: Blanche Sindelar; Producción: Robert P. Eaton y Betty J. Stephens, para Polo Players Ltd. (EE.UU.).
Intérpretes: Ian Hunter (Duncan Jax); C. K. Bibby (Star); William Hicks (El Barón); Anna Rapagna (Maxie); Jill Donnelan (Tiffany); Shangtai Tuan (Sato); Gene Scherer (Kurtz); Wolfgang Linkman (Stryker); Flo Hyman, Dean Withworth, Typhoon.
Sinopsis: Una organización neonazi que quiere dominar el mundo (valga la redundancia) secuestra a un prestigioso científico para obligarle a poner en funcionamiento un rayo mortal que tienen preparado. El agente especial Duncan Jax es enviado a la sede del contubernio nazi para conjurar la amenaza.
A la sombra de las modas que trajo al cine estadounidense el apogeo de la época Reagan, y de los éxitos que por aquel entonces facturaba como rosquillas la célebre productora Cannon Pictures, aparecieron un sinfín de películas de acción de serie B cuyo destino no era otro que abarrotar las estanterías de los videoclubs. Algunos de esos films poseían elementos que les distanciaban de las típicas imitaciones baratas de las cintas protagonizadas por Stallone o Schwarzenegger, aunque no eran pocos los casos en los que esos elementos eran delirantes. Un buen ejemplo de ello lo constituye La orden del águila negra, película cuya descripción ya constituye todo un desafío y que fue dirigida por Worth Keeter, un cineasta que, después de probar suerte en distintos géneros con escaso éxito, encontró su lugar en el sol a la sombra, valga esta vez la paradoja, de los Power Rangers. Sirva esto como aviso.
Quien haya leído la sinopsis con un mínimo grado de atención habrá deducido por sí mismo que la película, muy buena, no va a ser, lo cual no debería asustar a nadie porque con las películas sucede lo mismo que con la gente: lo malo abunda más. Pero como sea que, no habiendo mucha calidad, diversión la hay a raudales, entro en antecedentes: La orden del águila negra es la secuela de La maldición del ídolo, film estrenado el año anterior que, para mi desgracia, no he visto. Repiten el director, el guionista, y varios de los principales intérpretes, empezando por el protagonista, Duncan Jax, quien, más que el típico héroe hipermusculado de acción ochentera, es más bien un James Bond de Hacendado que, para darle mayor enjundia al personaje, viaja siempre en compañía de un babuino capaz de pilotar artilugios voladores y especialista en hacer cortes de manga y pedorretas, desconozco si dirigidas a los artífices de la película o a los ojipláticos espectadores. ¿Se queda ahí la cosa? Ni por asomo, que aquí, complejos, los justos. La película empieza con unas imágenes de archivo de Adolf Hitler que, como nos avisa un amenazador rótulo introductorio, no están puestas ahí al azar. Acto seguido, unos tipos vestidos de ninjas irrumpen por la fuerza en un solemne evento celebrado en Suiza y secuestran a uno de los galardonados, que resulta ser un científico especialista en rayos láser. También sabemos de inmediato que los secuestradores pertenecen a un grupo neonazi (casualmente, el que da título a la película) para quien ese científico puede ser la llave que les conduzca a dominar el mundo. Eso sí, vemos que los miembros del comando asaltante no pertenecen a una raza superior, porque durante su acción los acribillan a todos, menos al piloto del helicóptero que se lleva consigo al ilustre rehén. En la siguiente escena, conocemos a Duncan Jax, que recupera unos valiosos diamantes robados por un jeque de aspecto pérfido después de esperar su ocasión agazapado en el conducto de la ventilación y de anticipar, de forma bastante cutre, una de las escenas cumbre de Misión imposible. El resto… cómo explicarlo… los nazis se llevan al científico secuestrado al vistoso chiringuito que les acoge en algún escondido paraje de la selva amazónica para que el hombre, que para darle más emoción al tema es judío, les ayude a ponerle la guinda a un rayo de protones en el que han estado trabajando y que piensan utilizar para destruir los Estados Unidos, la Unión Soviética, China, Japón e Israel. De España no dicen nada, lo que demuestra lo poco que pintamos en la política internacional, y que la banda neonazi, gobernada por un orondo aristócrata de los de parche en el ojo, no mantenía contactos con la Generalitat. Jax, que miren ustedes por dónde es clavadito a uno de los gerifaltes nazis que aspiran a la dominación mundial, es enviado a Sudamérica para evitar la catástrofe, acompañado por una agente de la Interpol que, en otro giro imprevisible de la trama, está bastante buena. Una vez allí, Jax y su compañera no tardan en ser desenmascarados, pero los nazis, que por aquello de rizar el rizo tienen el cadáver del Führer conservado en hielo y planean resucitarle cuando su rayo de protones haya liquidado a las grandes potencias mundiales, no se los cargan de inmediato, porque además de nazis, son gilipollas. Jax consigue huir y prepara el asalto al fortín de la Orden, secundado por un variopinto grupo de mercenarios. No sé quién cojones ganó el Óscar al mejor guión original en 1988 pero, quien quiera que sea, debería entregárselo avergonzado a Phil Behrens, el hombre cuya mente parió este libreto sin igual.
Acción ochentera, clichés bondianos, naziexplotation, algunos toques de alta comedia (la escena del autobús atrapado en el barro encajaría como un guante en una película de los hermanos Calatrava) y hasta un homenaje al western se dan cita en una película cuyo clímax consiste en una aparatosa mascletá en la que los mercenarios yanquis, una vez más (la de veces que esa gente ha salvado el planeta, y hay que ver lo jodido que está), triunfan por todo lo alto sin sufrir el más mínimo rasguño. En lo visual, estamos ante una serie B de limitado presupuesto, pero que tampoco es un desastre. Se nota que, a falta de una mayor pericia, el director sí poseía bastante experiencia detrás de las cámaras. Algunas escenas de acción son hasta resultonas, dentro de lo que cabe. La música, de Dee Barton, un hombre que años atrás había trabajado para Clint Eastwood, es otra muestra del furor que hizo el Casio en los ochenta.
El reparto pertenece a la categoría de los conocerán en su casa. Varios de los principales protagonistas apenas hicieron carrera en el cine, empezando por Ian Hunter, cuyo currículum como actor se limita a las dos ocasiones en que interpretó a Duncan Jax. Vista la trayectoria de Steven Seagal, esto es injusto. Lo mismo, o casi, sucedió con la bella Anna Rapagna, pese a la clase práctica que ofrece sobre cómo tratar a un baboso. Vale, las interpretaciones son, en general, bastante malas, exceptuando la del mono, pero quienes hayan visto alguna vez actuar a Ben Affleck o Julia Roberts sin querer arrancarse los ojos no son quiénes para arrojar la primera piedra.
La orden del águila negra es, en una palabra, un film impagable que ojalá hubiera tenido más éxito porque, en tal caso, la humanidad, siempre tan escasa de alegrías, no se hubiese visto privada del talento de Phil Behrens. Aunque, bueno, lo de Alien contra Depredador no se le ocurrió a él, que sepamos.