THE DREAMERS. 2003. 111´. Color.
Dirección: Bernardo Bertolucci; Guión: Gilbert Adair, basado en su novela; Dirección de fotografía: Fabio Cianchetti; Montaje: Jacopo Quadri; Música: Miscelánea. Canciones de Janis Joplin, The Doors, Charles Trenet, Jimi Hendrix, etc.; Diseño de producción: Jean Rabasse; Producción: Jeremy Thomas, para HanWay Films-Peninsula-Medusa Film-RPC-Fiction (Francia-Italia-Reino Unido).
Intérpretes: Michael Pitt (Matthew); Eva Green (Isabelle); Louis Garrel (Theo); Anna Chancellor (Madre); Robin Renucci (Padre); Jean-Pierre Kalfon, Jean-Pierre Léaud, Florian Cadiou, Ingy Fillion, Pierre Hancisse.
Sinopsis: En el París de la primavera de 1968, Matthew, un estudiante norteamericano amante del cine, conoce a dos hermanos con idénticas afinidades y se muda a su domicilio.
Bernardo Bertolucci, una de las escasas luminarias que le quedaban al cine italiano en los albores del siglo XXI, decidió echar la vista atrás y regresar al París de mayo del 68, que vivió desde una atalaya privilegiada, en el primer largometraje que rodó tras el cambio de milenio. Soñadores, drama triangular que puede verse como un compendio de la filmografía de su autor, significó un regreso triunfal para el director parmesano, cuya carrera había perdido parte de su brillo después del éxito planetario que supuso El último emperador.
Bertolucci es un cineasta que, como los que son buenos de verdad, une ética y estética. Lo primero le salva del virtuosismo vacuo, y lo segundo mitiga la tendencia a lo discursivo que emerge en gran parte de su filmografía. Sin embargo, lo que siempre me ha impactado más en Bertolucci es la profundidad psicológica que imprime a sus películas o, lo que es lo mismo, su capacidad para penetrar en el yo interior de los personajes, De esto hay mucho en Soñadores, una obra en la que, a pesar de partir de un material ajeno, el director de El conformista explora lugares y conflictos muy personales. Él y su guionista, Gilbert Adair, a la vez autor de la novela que aquí se adapta, tienen claro que el cine es una de las pocas cosas verdaderamente importantes de la vida, y por ello Soñadores es, ante todo, un ejercicio de cinefilia. También de nostalgia, aunque en este punto el director lo observa todo desde la perspectiva de un hombre maduro y desengañado, ajeno ya al entusiasmo revolucionario que le movía en la época en que se sitúa la acción, y aun mucho tiempo después. Al contrario que los políticos, los amores cinematográficos sí que son para siempre. A un servidor, que se enamoró de verdad de este arte, que tantas veces le ha salvado del cieno de los números y leyes del que hablaba Lorca, más o menos a la misma edad que tienen los protagonistas de esta película, no le es difícil comprender a unos jóvenes, tan burgueses como desclasados, que ven el mundo a través de una pantalla de cine y desean cambiarlo de un modo incompatible con la vida real, mucho más prosaica. Lo que acerca a los protagonistas es su apasionada cinefilia, y lo que les une es algo que ahora suena tan irreal como las violentas protestas que desató la destitución de Henri Langlois como director de la Cinemateca Francesa. En todas partes se estaba cociendo el ambiente revolucionario que explotó pocas semanas después, pero ese proceso lo vivieron los personajes principales de la película desde una perspectiva mucho más lejana: en cuanto Isabelle y Theo aceptan al joven estudiante llegado desde el otro lado del Atlántico en su hasta entonces exclusivo grupo, los tres pasan a formar parte de un universo cerrado y ajeno al mundo real. Véase, por ejemplo, la manifiesta falta de voluntad (y de capacidad, cuando llega la hora) de esos muchachos para salir de la burbuja de celuloide, vino y sexo en la que, de un modo cada vez más salvaje, viven sumergidos. Hedonistas, inmersos en el mundo de las ideas y del todo refractarios a los aspectos más cotidianos de la vida práctica, esos muchachos divagan y exploran su sexualidad con una despreocupación que no puede ir más allá de ellos mismos ni, desde luego, de las paredes del hogar familiar de Isabelle y Theo, que se convierte en su particular microcosmos cuando sus padres, unos intelectuales burgueses, marchan de vacaciones.
La inquieta pero precisa cámara de Bertolucci observa la desprejuiciada intimidad de ese extraño triángulo como si fuera un miembro más de ese progresivo caos. Quiero destacar el hecho de que es el forastero, en apariencia el más ingenuo e inexperto del trío, quien se revela como el más lúcido de todos ellos, en la política y en la vida. Es genial cómo destroza en apenas tres frases a la China de Mao (aún hoy parece increíble que personas de un poderío intelectual indiscutible aceptaran sin chistar el calificativo de revolución cultural para lo que no era más que un masivo lavado de cerebro con fines estrictamente totalitarios), o cómo es capaz de ver que la enfermiza relación que une a Isabelle y Theo les impedirá madurar para siempre. Por la boca de Matthew habla el hombre adulto que vivió esa época con entusiasmo, pero que sabe lo que pasó después. Al final, y cuando la tragedia es ya inminente, desvelado ya el gran secreto, la realidad reaparece en forma de piedra. La reacción que ante esta circunstancia tendrán los tres personajes les define mejor que cualquier otra cosa. He aquí, una vez más, el talento de Bertolucci: sus películas más inspiradas, y esta lo es, son más que las palabras que en ellas se dicen, y más que las imágenes que en ellas vemos: son, a la vez, un viaje a una época, y también a lo más recóndito del alma humana. Hay, además, mil citas cinéfilas francamente bien traídas, el mismo espíritu transgresor al retratar el sexo de siempre, y una cuidada selección de las piezas musicales que acompañan la acción; ahí quedan The spy, de los Doors, y una canción que idolatro, La mer, que después de ver esta película ha adquirido un nuevo significado. No está el gran Vittorio Storaro, pero la iluminación de esa ciudad gris incluso en primavera, y sobre todo de ese piso-universo, es magnífica.
En Soñadores, Bertolucci quiere retratar la juventud y el idealismo, y lo hace a través de unos actores por entonces casi debutantes. Como Bertolucci es un esteta, opta por lo apolíneo, y ahí quien se impone es una bellísima Eva Green, que más allá de sus maravillosas formas hace un trabajo notable, en especial cuando se trata de mostrar el interior de un personaje mucho más vulnerable de lo que aparenta. Michael Pitt da vida al personaje más lúcido, y a veces percibo que a su interpretación le falta víscera, lo que no es buena señal cuando hablamos de un director que obliga a arriesgar tanto a sus actores. En su caso, el personaje es excelente y la interpretación, no tanto. Louis Garrel encarna, en lo político, al espíritu de la época, con todos sus errores estéticos y de percepción. En la resbaladiza relación con su hermana, Theo es la entidad dominante, y ahí el aire taciturno de Garrel da con el tono preciso. El resto de los personajes tiene poca relevancia, a excepción de los padres de Isabelle y Theo, que representan una autoridad que lo es más de lo que podría parecernos, en cuya ausencia la juventud florece y degenera. Robin Renucci, eso sí, tiene una escena para lucirse, y la aprovecha bastante bien.
Soñadores es una gran película, disfrazada de pequeña. La mejor de Bertolucci en bastantes años, un ejercicio de inteligencia filmado con clase que demuestra que quien tuvo, retuvo.