A HARD DAY´S NIGHT. 1964. 86´. B/N.
Dirección: Richard Lester; Guión: Alun Owen; Dirección de fotografía: Gilbert Taylor; Montaje: John Jympson; Música: The Beatles; Dirección artística: Ray Simm; Producción: Walter Shenson, para Walter Shenson Films-Proscenium Films (Reino Unido).
Intérpretes: George Harrison, John Lennon, Paul McCartney, Ringo Starr (Ellos mismos/The Beatles); Wilfrid Brambell (Abuelo); Norman Rossington (Norm); John Junkin (Shake); Victor Spinetti (Realizador de televisión); Anna Quayle (Millie); Deryck Guyler (Inspector de policía); Richard Vernon, Robin Ray, Lionel Blair, Pattie Boyd, Kenneth Haigh, Brian Epstein, Phil Collins, Rosemarie Frankland, Margaret Nolan, Richard Lester, Charlotte Rampling.
Sinopsis: Los Beatles, en plena vorágine de su fama, viajan a Londres para grabar un programa de televisión.
Desde que el cine se hizo sonoro, la presencia en la gran pantalla de los músicos más en boga en cada momento se hizo casi ineludible. Por supuesto, un fenómeno de la envergadura del que causaron los Beatles no podía ser ajeno a esa tendencia, por lo que el cuarteto de Liverpool no tardó en ponerse delante de las cámaras para alborozo de sus incondicionales, que se contaban por millones en todo el mundo. El debut en el cine de George, John, Paul y Ringo significó asimismo un gran espaldarazo para la carrera de su director, Richard Lester, que hasta entonces se circunscribía básicamente a trabajos televisivos. La película permanece como uno de los musicales pop de referencia más de medio siglo después de su estreno.
A mi juicio, Qué noche la de aquel día ha envejecido francamente bien, pese a ser una película rodada muy de acuerdo a las tendencias más modernas en su época (lo que acostumbra a ser sinónimo de senectud prematura), por dos motivos fundamentales: que las canciones de los Beatles permanecerán para siempre en la memoria colectiva, y que ni el propio film, ni desde luego sus artífices, se toman a sí mismos demasiado en serio. A hard day´s night continúa siendo divertida e irreverente, gracias al ingenioso guión escrito por Alun Owen y al espíritu desenfadado que impregna todo el metraje. No todo lo que sucede es divertido (ya volveré a eso más adelante), pero todo es observado, y retratado, desde el prisma de la comedia. Estamos en los inicios del seísmo beatle, y lo que vemos es a cuatro amigos de clase obrera (detalle nada baladí en una sociedad estratificada como pocas), ajenos a toda solemnidad, que todavía disfrutan del increíble éxito obtenido gracias a su música pese a los inconvenientes que conlleva ser el centro de atención de todo el mundo, máxime cuando apenas se ha superado la veintena y el ascenso a la cumbre ha sido tan repentino. De hecho, la velocidad es una de las constantes de la película, y esto se plasma en el modo de filmarla de Lester, muy cercano al documental en lo que a técnica se refiere, y en el montaje, bastante acelerado para los estándares de la época. De hecho, la película se inicia con los cuatro de Liverpool en plena carrera, huyendo del acoso de docenas de fans histéricas. Carreras, veremos muchas, ya sean con ese mismo objeto, por el puro placer de disfrutar de unos minutos de libertad, delante de la policía o para llegar a tiempo de cumplir con los compromisos profesionales. Carreras… y muchas bromas: el gag del abuelo de Paul dura, literalmente, toda la película, y proporciona algunos momentos tronchantes (el del casino, sin ir más lejos), pero no es el único, pues los miembros del grupo no paran de emitir comentarios jocosos, ya sea dirigidos a sus propios compañeros, a la gente seria (ocasionales compañeros de viaje ferroviario, periodistas, estresados directores de televisión) en general o, sobre todo, al dúo de representantes que les acompañan a todos sitios. Todavía los Beatles pueden presentarse como una convincente hermandad de amigos, que se divierten de lo lindo (en especial Ringo, casi siempre sonriente) pese al rechazo que provocan en el gran mundo por su baja extracción social y su llamativa imagen, a la acumulación de exigencias promocionales que les convierten casi en monos de feria, sin tiempo para detenerse a pensar o dedicárselo a ellos mismos, o al continuo caos provocado por unas fans a las que vuelven locas sus canciones pero que, paradójicamente, berrean con tal intensidad que resulta casi imposible escuchar la música. Los egos permanecen ocultos: se nota que el de Lennon, sin duda el mayor de todos, se impuso a la hora de seleccionar las canciones, pero en pantalla el lucimiento está repartido de forma muy equitativa. Y, entre tanto chascarrillo, una gran verdad, la que asoma de la conversación entre George Harrison y ese moldeador de estrellas juveniles prefabricadas que se cree un Petronio de su tiempo. Sí, el lobo ya asomaba la patita por debajo de la puerta…
Como ya se ha mencionado, Lester busca la máxima espontaneidad, y tiene el mérito de conseguirla. Para ello, su inquieta cámara sigue tan de cerca a sus protagonistas que uno diría que más de una vez debió de chocar con ellos, pero aceptamos pulpo porque la película es muy ágil, rezuma frescura y, todo hay que decirlo, la actuación final está tan bien filmada que se nota que el director conocía muy bien el medio televisivo pero, a la vez, logra trascenderlo. Hay que resaltar que en la calidad visual de la película tiene mucho que ver el gran trabajo del veterano Gilbert Taylor.
En general, los cuatro Beatles se mueven con desparpajo ante las cámaras. Quizá al más joven de ellos, Harrison, se le vea menos suelto, pero ellos contribuyen mucho a que la película tenga tanta chispa. También lo hacen dos notables secundarios como el ya muy curtido Wilfrid Brambell y un impagable Norman Rossington. Destacar, por último, la labor de Victor Spinetti, así como la presencia de Pattie Boyd, antes de convertirse en la esposa de George Harrison… y en Layla.
Lo dicho: fresca, divertida, trufada de canciones inmortales y muy apropiada, ahora que todo Cristo parece haber perdido la perspectiva histórica, para comprender la auténtica dimensión de lo que significaron los Beatles en los años 60.