Quizá para imitar a su nieto Froilán, que ha demostrado ser un digno miembro de su familia, el campechano e inútil Juan Carlos I ha vuelto a meter la pata, o más bien la cadera, estando de cacería (pagada por sus sufridos compatriotas) en Botswana. Dice el monarca que el paro juvenil no le deja dormir, seguramente porque teme que algún día todos esos jóvenes desempleados se cabreen de verdad y hagan con él lo que otra generación de españoles harta de muchas cosas hizo con su abuelo allá por 1931. Mientras tanto, sigue dando muestras de la inteligencia y el saber estar tan propios de los Borbones, o quizá de su secreta conversión al republicanismo, una causa que, entre cacerías y choriceos reales, debería ser en estos tiempos casi unánime en España, país que en ningún caso puede permitirse mantener a semejante familia. Al menos, al presidente de la República se le puede mandar (electoralmente hablando, claro) cada lustro a freír espárragos. Con un Rey que no gana para trompazos, y un presidente del Gobierno que huye cuando corre el riesgo de tropezarse con un periodista, no es extraño que la credibilidad del país esté por los suelos. Y bajando.