MANBIKI KAZOKU. 2018. 121´. Color.
Dirección: Hirokazu Kore-Eda; Guión: Hirokazu Kore-Eda; Dirección de fotografía: Ryuto Kondo; Montaje: Hirokazu Kore-Eda; Música: Haruomi Hosono; Dirección artística: Akiko Matsuba; Diseño de producción: Keiko Mitsumatsu; Producción: Kaoru Matsuzaki, Akihiko Yose, Hirokazu Kore-Eda e Hijiri Taguchi, para GAGA- AOI Promotion- Fuji Television Network (Japón).
Intérpretes: Lily Franky (Osamu Shibata); Sakura Ando (Nobuyo Shibata); Kirin Kiki (Hatsue Shibata); Mayu Matsuoka (Aki Shibata); Jyo Kairi (Shota Shibata); Miyu Sasaki (Yuri); Sosuke Ikematsu (Señor 4); Moemi Katayama (Nozomi Hojo); Yuki Yamada, Akira Emoto, Yoko Moriguchi, Naoto Ogata, Kengo Kora, Chizuru Ikewaki.
Sinopsis: Al regresar de uno de sus frecuentes robos en supermercados, Osamu y su hijo adoptivo Shota encuentran en la calle a una niña desvalida y con signos de maltrato. Después de darle comida y cobijo, la familia decide adoptarla, ante el desprecio que sufre por parte de sus padres biológicos.
Luego de haberse ido ganando paso a paso un lugar entre los autores más relevantes del cine contemporáneo, Hirokazu Kore-Eda coronó su trayectoria con Un asunto de familia, obra que supone la quintaesencia de su estilo como cineasta y ganó la Palma de Oro en el festival de Cannes. La crítica internacional se rindió a una película dura, de alto valor cinematográfico y dueña de un poso moral profundo, a la par que perturbador.
Por poco que se conozca la filmografía de Kore-Eda, es evidente que la mirada a las capas más humildes de la sociedad japonesa, la capacidad para posar su mirada sobre los outsiders de ese país visto de un modo tan sesgado desde Occidente, y su atención hacia las unidades familiares más heterodoxas son temas recurrentes en el director tokiota, muy interesado también en reflejar el burocrático e ineficaz, valga la redundancia, modo en que las instancias oficiales de su país tratan a quienes se alejan de los cánones socialmente establecidos. Pues bien, estos son los elementos primordiales de Un asunto de familia, en la que Kore-Eda ha conseguido tal vez la versión más perfecta de su película de siempre. Si algo subyace en este conmovedor drama es, de una parte, la necesidad que tenemos los humanos de establecer vínculos afectivos con quienes nos rodean, algo todavía más relevante cuanto menos elevada sea nuestra posición social, por mucho que esos lazos se sustenten sobre cimientos muy endebles, y de otra lo estúpido que es aplicar soluciones pautadas a problemas sociales que, por definición (y aquí hemos de remitir a la que tal vez sea la frase más célebre de Tólstoi), quedan fuera de los esquemas y planteamientos estándar. Si hemos de hacer caso a Kore-Eda, también en la tierra del sol naciente la Administración pública carece casi siempre de alma, y siempre de imaginación.
Los miembros de la peculiar familia protagonista, en la que encontraremos lazos más fuertes que los meramente biológicos, viven de cometer pequeños hurtos en comercios, tarea para la que incluso adiestran a los más pequeños del clan, y de estafar al Estado. En un sentido estricto, son sanguijuelas sociales que, sin embargo, se manejan al margen de los valores en boga y actúan según su propio código moral, en el que el latrocinio con fines de subsistencia está del todo justificado, pero que sin embargo les lleva a compartir lo poco que tienen con una niña maltratada, a la que acogen como si fuera uno de los suyos, hasta el punto de cambiar su nombre y aspecto para que siga con ellos y poder así cuidarla como toda criatura merece… aunque sea aprendiendo a robar y no yendo a la escuela. La gran paradoja es que un grupo formado por un hombre vago al que sólo se le dan bien los pequeños hurtos, su pareja, a la que conoció en un local erótico y es la única del clan que tiene un empleo convencional, una joven que ha huido de su familia y trabaja también en un local de alterne a la japonesa, una matriarca anciana que vive de su pensión (y de sablear a la familia de la mencionada joven) y dos niños sin escolarizar expertos en el robo de artículos en tiendas, puede formar un conjunto perfectamente armónico, incluso feliz, pese a vivir hacinados, y de forma ilegal, en un chamizo propiedad de la abuela. La escena de la playa es la perfecta ilustración de ello, aunque está claro que, cuando el sustento se basa en el robo, y se oculta a una menor buscada por desaparición por las autoridades, toda felicidad es necesariamente precaria. Será una irreflexiva decisión de Shota, el inteligente niño ladronzuelo, la que precipite el drama. Ahí descubriremos que los vínculos que unen a los protagonistas son, además de heterodoxos, bastante siniestros, pero tampoco es que la solución institucional a ese extraña realidad sea precisamente modélica.
Kore-Eda filma con pausada elegancia los avatares de unos personajes en el límite. En algunos momentos, como en ese plano cenital que une a toda la familia escuchando, que no viendo, los fuegos artificiales desde la puerta de su domicilio, se hace palpable que lo formalmente virtuoso no ha de estar reñido con el lirismo, porque en esos escasos segundos de metraje hay mucho de ambas cosas. La cámara de Kore-Eda no juzga a los personajes: les mira con compasión, y los retrata de un modo realista. En ese retrato apenas tiene cabida la música, cuya utilización como recurso dramático es mínima. Kore-Eda concede una extraordinaria importancia al montaje, del que se encarga él mismo. Si vemos el modo en que se suceden las escenas una vez la vida de esa familia pasa de ser completamente ajena a las instituciones a ser analizada con lupa por éstas, y en concreto cómo se filman los interrogatorios a los distintos miembros, comprobamos que el director tenía muy claro el esquema de la película en su cabeza, y ha sabido plasmarlo en la pantalla de un modo tan certero como inmisericorde. Ahí queda la desasosegante escena final para demostrarlo. Después de todo, la gran derrotada es la inocencia.
Otra de las virtudes de la película es la calidad de las interpretaciones. Un habitual en la filmografía de Kore-Eda como Lily Franky se luce en el papel de zángano de espíritu noble, y lo mismo ocurre con otro rostro característico en los filmes del director, el de la veterana Kirin Kiki, que falleció meses después de finalizar el rodaje. Ellos dos, junto a Sakura Ando, actriz debutante con Kore-Eda, son lo mejor de un elenco brillante a la hora de resultar creíble en la piel de unos caracteres que no dan el perfil de los que solemos ver en el cine. Destaca también la expresividad de la niña Miyu Sasaki, que muestra el desamparo de su personaje y su necesidad de afecto. Moemi Katayama también acierta a la hora de poner rostro al mal cotidiano.
Gran película de un director siempre interesante que, esta vez, dio en la diana. Uno de los mejores films japoneses del siglo, que confirma a Kore-Eda como autor imprescindible.