THE BONFIRE OF THE VANITIES. 1990. 125´. Color.
Dirección: Brian De Palma; Guión: Michael Cristofer, basado en la novela de Tom Wolfe; Director de fotografía: Vilmos Zsigmond; Montaje: Bill Pankow y David Ray; Diseño de producción: Richard Sylbert; Música: Dave Grusin; Direccion artística: Greg Bolton y Peter Landsdown Smith; Producción: Brian De Palma, para Warner Bros. (EE.UU).
Intérpretes: Tom Hanks (Sherman McCoy); Bruce Willis (Peter Fallow); Melanie Griffith (Maria Ruskin); Morgan Freeman (Juez White); Saul Rubinek (Jed Kramer); F. Murray Abraham (Fiscal Weiss); Kim Cattrall (Judy McCoy); John Hancock (Reverendo Bacon); Donald Moffat (Sr. McCoy); Beth Broderick (Caroline Heftshank); Kevin Dunn (Tom Killian); Clifton James (Albert Fox); Andre Gregory (Aubrey Buffing); Robert Stephens (Sir Gerald Moore); Louis Giambalvo, Barton Heyman, Alan King, Kurt Fuller, Mary Alice, Rita Wilson, Kirsten Dunst.
Sinopsis: A Sherman McCoy, un broker de Wall Street que lo tiene todo en la vida, se le tuerce la existencia cuando, en compañía de su amante, toma un desvío equivocado y acaba en el Bronx.
Dentro de un año, el de 1990, en el que la cosecha cinematográfica de Hollywood fue posiblemente la mejor de la década, uno de los grandes fracasos facturados en ese ejercicio por la meca del cine fue la adaptación a la gran pantalla de La hoguera de las vanidades, absoluto éxito editorial de Tom Wolfe que es para muchos la gran novela americana de los 80. Ahí es nada. Asumió el desafío Brian De Palma, un gran director cuyas películas tienden a ser destrozadas sistemáticamente por los críticos, con razón o sin ella. Esa actitud alcanzó su paroxismo con esta obra, que ya fue masacrada antes de su estreno por dos motivos principales: la elección del reparto y el público desdén que había mostrado el autor de la novela respecto a una adaptación que, todo hay que decirlo, le proporcionó mucho dinero. La exhibición pública del film no hizo más que empeorar las cosas, pues las grandes audiencias lo ignoraron y los críticos siguieron haciendo sangre con voracidad de escualos. Confieso que vi La hoguera de las vanidades el año siguiente a su estreno en salas y sin haber leído la novela, algo que hice, por cierto con gran disfrute, un par de veranos después, recién entrado en la veintena. En aquel ya muy lejano primer visionado, la película no me pareció ni de lejos tan mala como se decía, y muchos años después me ratifico en esa opinión.
Empezando por lo obvio, la novela es mejor que la película. Quizá el primer error de Brian De Palma fuese pretender condensar una obra tan rica, y tan voluminosa, en un par de horas de metraje. La hoguera de las vanidades parece un material más indicado para dar pie a una lujosa miniserie de televisión, pese a que hasta el momento nadie haya puesto el dinero y los genitales necesarios para tal empeño. Desde ese punto de vista, el film tenía todas las de perder, porque siempre iba a quedarse corto respecto al libro. El segundo error fue confiar la adaptación a Michael Cristofer, cuyo bagaje como guionista era insuficiente para un proyecto de esta enjundia. De las numerosas ocasiones en las que el libreto se aparta de novela, la más cuestionable es, sin duda, la decisión de convertir al expatriado periodista inglés Peter Fallow en un personaje más estadounidense que el Burger King. Ese plus que otorga un personaje principal llegado del extranjero, y que por tanto observa con distancia ese cúmulo de aberraciones civiles y políticas que los estadounidenses de origen consideran normales debido a la fuerza de la costumbre, se pierde en la película. Dicho esto, la idea de convertir a Fallow en el narrador de la historia me parece buena, porque ese alcoholizado periodista adopta la única perspectiva correcta para explicar los hechos: la del cinismo. De Palma posee enormes virtudes como cineasta, pero entre ellas no figuran las dotes para la comedia ni la sutileza. Acepto que el director es demasiado enfático en su discurso, hasta el punto de que el sermón que el juez White pronuncia al final del juicio a Sherman McCoy es una innecesaria salida de tono que, además, carece de efectividad como gancho comercial, pero creo que el tono escogido, tan criticado en su momento, es el adecuado, porque no hay mejor atalaya desde la que observar lo que sucede en La hoguera de las vanidades que la del sarcasmo. Hay ciertas realidades, por no decir todo este mundo de locos, que sólo pueden ser vistas en su verdadera naturaleza en el callejón del Gato. En esto, la película acierta de pleno. Únase a ello el virtuosismo de un superclase con la cámara, que inicia su película con un larguísimo plano-secuencia que ilustra el ascenso a la cumbre de Fallow, y lo hace describiendo a este personaje aún mejor con las imágenes que con sus palabras, sumando la razón narrativa al hecho impepinable de que Brian De Palma hace esas virguerías porque puede. El espíritu caricaturesco con el que son descritos personajes como el reverendo Bacon o Maria Ruskin, la amante de Sherman McCoy, podrá carecer de refinamiento, pero no de agudeza. La primera aparición de Bacon es un ejemplo de cómo un director puede mostrar su desprecio hacia uno de sus protagonistas, por lo demás un ser efectivamente despreciable. De Palma filma en sardónico contrapicado el alegato del reverendo, que desde su púlpito escupe su pretendida superioridad moral a esos serecillos a quienes se dirige. Bacon, como símbolo de esos hombres de fe que hablan del otro mundo pero desean para sí todo lo bueno que puede ofrecerles este, y que utilizan la defensa de los desfavorecidos para formar ellos mismos parte del Gran Mundo, es perfecto. Igualmente, Maria Ruskin y Judy McCoy, la esposa de Sherman, representan a dos clases de mujeres que merecen ser caricaturizadas. No me dejo al fiscal Weiss, cuyas ansias de justicia social son sólo fruto de sus expectativas políticas y su resentimiento de clase. ¿Y Sherman? Pues queda como ejemplo de cómo un par de malas decisiones, colocadas de forma estratégica en la existencia de cada cual, pueden destrozarle la vida, aunque esa vida sea la de un Amo del Universo. Pero ojo, si Sherman es una víctima, lo es de un mundo que ha contribuido poderosamente a crear y que, hasta su lamentable confusión telefónica y su trágico paseo por el Bronx, no le había dado otra cosa que parabienes.
Cuando uno ve en una película los nombres de Brian De Palma y Vilmos Zsigmond espera deleite visual, y en este aspecto La hoguera de las vanidades no decepciona en absoluto. Una vez más, la ciudad de Nueva York y sus contrastes, inmensos como toda ella, sirven de inspiración para unos artistas que dominan como pocos el arte de la imagen en movimiento. Los exteriores son brillantes, empezando por el plano aéreo nocturno desde el edificio Chrysler, pero si he de volver a ensalzar la unión entre imagen e historia me quedo con el plano cenital que muestra que Sherman, más que ser un Amo del Universo, es más bien un siervo de Dios (es decir, del dinero), pues así es como se nos presenta al magnate cuyo dinero maneja el exitoso broker. En fin, el que sabe, sabe. La música, compuesta por Dave Grusin, pasa bastante desapercibida, y coincido en que no es ni lo mejor ni lo peor de la película.
Pasemos al gran error, en opinión de muchos: el reparto. Hay que decir que muchos actores fueron valorados como posibles intérpretes de los personajes principales; unos rechazaron su papel, y otros no consiguieron aquel que pretendían, a veces por esos motivos tan caprichosos que suelen imperar en Hollywood. Entrando en materia, a Brian De Palma le corresponde el mérito de haberle dado a Tom Hanks su primer rol dramático importante en el cine. Quienes en su momento pusieron el grito en el cielo por esta elección, que considero acertada, guardaron un agradable silencio unos pocos años más tarde. Bruce Willis tiene su encanto como tipo carismático y decadente, pero el papel de Peter Fallow debió haber sido para un actor inglés, que los hay muchos y buenos. Y Melanie Griffith, actriz muy limitada, era claramente una elección errónea para la Maria Ruskin de la novela, pero la veo más idónea para esa caricatura andante en la que la película convierte a este personaje. Morgan Freeman aporta calidad al rol de un juez que, en la novela, era de raza judía, y lo mismo cabe decir de F. Murray Abraham, espléndido fiscal experto en motivos espurios. Kim Cattrall, actriz floja a mi juicio, hace muy poco para cambiar esa opinión, siendo superada por Beth Broderick, que tiene una gran escena con Bruce Willis, muy ilustrativa acerca de las posibilidades de una fotocopiadora. Saul Rubinek lo hace bien como lacayo ambicioso, aunque le falte un punto de empaque en su interpretación, y John Hancock sabe darle a su personaje el tono paródico que la película exige.
Por supuesto, hay que leer la novela, pero creo que deben dársele nuevas oportunidades a la película.