JOKER. 2019. 121´. Color.
Dirección: Todd Phillips; Guión: Scott Silver y Todd Phillips, basado en personajes creados por Bob Kane, Bill Finger y Jerry Robinson; Dirección de fotografía: Lawrence Sher; Montaje: Jeff Groth; Música: Hildur Gusnadottir; Diseño de producción: Mark Friedberg; Dirección artística: Laura Ballinger Gardner; Producción: Emma Tillinger Koskoff, Bradley Cooper y Todd Phillips, para Joint Effort-BRON Creative-Village Roadshow Pictures- Warner Bros. (EE.UU.).
Intérpretes: Joaquin Phoenix (Arthur Fleck); Robert De Niro (Murray Franklin); Zazie Beetz (Sophie Dumond); Frances Conroy (Penny Fleck); Brett Cullen (Thomas Wayne); Shea Whigham (Detective Burke); Bill Camp (Detective Garrity); Glenn Fleshler (Randall); Leigh Gill (Gary); Josh Pais (Hoyt); Rocco Luna, Marc Maron, Sondra James, Murphy Guyer, Douglas Hodge, Carrie Louise Putrello, Sharon Washington, Frank Wood, Brendan Patrick Connor, Brian Tyree Henry, Justin Theroux.
Sinopsis: Arthur, un hombre que ríe compulsivamente a causa de una enfermedad que padece, vive una vida miserable junto a su madre mientras intenta abrirse camino como monologuista en una ciudad de Gotham sumida en el caos.
Cineasta dedicado casi en exclusiva a la comedia, género en el que ha obtenido algunos importantes éxitos, Todd Phillips dio una atrevida pirueta con Joker, drama que explica los orígenes de uno de los villanos más célebres de la saga Batman y que fue el mayor bombazo del cine estadounidense en 2019. Galardones como el León de Oro en el festival de Venecia ya daban pistas al cinéfilo con olfato de que no estábamos ni por asomo ante un film de superhéroes al uso, pero aun así esta obra constituye una agradable sorpresa por su calidad, y por ser una de las propuestas más arriesgadas en lo temático que ha facturado Hollywood en los últimos lustros.
En diversas ocasiones me he referido en este blog a películas que no lograron el éxito que seguramente merecían a causa de una errónea política de márketing, que había llevado a querer vender esos films como lo que no eran. En cierto modo, Joker representa el polo opuesto, porque ofrecerla como la cinta de superhéroes para el gran público que en ningún momento es, ni pretende ser, ha sido un factor clave para explicar la enorme repercusión de una obra que por adulta, nihilista y subversiva estaba destinada a unas audiencias selectas que de ningún modo iban a ser suficientes para obtener los deseados beneficios económicos. Alivia saber que en ocasiones el cine, como la vida, sepa premiar los renglones torcidos de la inteligencia. En primer lugar, Joker rompe prejuicios porque carece de cualquier elemento de naturaleza fantástica en sus dos horas de metraje, si exceptuamos el hecho de que en el film los humillados y ofendidos salen a la calle de forma masiva para rebelarse contra las injusticias del sistema, y no para reivindicar trapitos de colores u otras causas sectarias, pimplar en panda o con motivo de algún evento relevante relacionado con el mundo del deporte. Más cerca en espíritu de Watchmen (obra cumbre del cine de superhéroes sin superhéroes) que de esa mina de oro llamada Marvel, el film noquea al espectador por su inesperado realismo: ya nadie duda de que, en este tiempo, las grandes ciudades del mundo occidental, ya sean Nueva York, Los Ángeles, París, Londres o Ulan-Bator del Oeste (antes llamada Barcelona) se parecen cada vez más a ese Gotham invadido por las ratas, ni de que las semejanzas entre ficción y realidad no hacen otra cosa que incrementarse con el paso de los años. Por otra parte, la película propone una reflexión nada banal sobre el mismo concepto de villanía porque, siendo sinceros: ¿quién sería algo mejor que el Joker en la piel de un desgraciado sin culpa como Arthur Fleck? Según el retrato expuesto en el afilado guión de Scott Silver y Todd Phillips, Arthur se parece bastante más a, por ejemplo, el personaje interpretado por Dustin Hoffman en Perros de paja, que a cualquier villano del mundo del cómic. El protagonista es, en el sentido más profundo del término, una víctima, un enfermo mental que malvive sin hacerle daño a nadie y que a cambio recibe desinterés (el programa de terapia al que asiste es suprimido por culpa de los recortes en servicios sociales dictados por quienes jamás deberán recurrir a ellos), desprecio e, incluso, violencia gratuita. En todo momento, se nos presenta la venganza de Arthur como justa: no tiene nada que perder, es agredido sin motivo y su rabia es proporcionada, en tanto se ejerce exclusivamente contra quienes se hicieron acreedores a ella. Interesante lección moral: si uno no quiere que sus sesos acaben decorando alguna pared, bien hará en no cometer actos que inciten a reventarle la cabeza por pura justicia cósmica. Piénsese en el primer acto de venganza de Arthur, que da pie a su liberación: el asesinato de los tres yuppies en el metro, de notorio trasfondo social. La mezcla del dinero, el alcohol y, muy probablemente, la cocaína, hace crecer la soberbia de ciertos individuos hasta niveles insoportables, que les llevan a dejar de ver como seres humanos a quienes se ubican en un lugar inferior al suyo en la pirámide social, y a comportarse de forma coherente con ese pensamiento. Pues bien, como dice en la película un personaje… que en realidad es otro: «Tres capullos menos en Gotham. Ya sólo queda un millón». Después les llega el turno a los torturadores nuestros de cada día, que en la película toman el rostro de Randall; a continuación, Arthur se desquita de la causante última de su desgracia y, por último, el protagonista comete un crimen tras el que da el salto de lo individual a lo social, con dedicatoria a todos esos programas televisivos que no dudan en ridiculizar a personas indefensas con el único fin de inflar su ego y sus índices de audiencia. Dije antes, sin embargo, que Joker es nihilista, y creo que esto es algo que no han entendido bien las almas cándidas que han alertado acerca de lo peligrosa que es la película en un sentido político-moral, pensando que, como a todos los Arthur Fleck de este mundo les dé por imitar al personaje, nuestro idílico planeta superaría en tiempo récord su importante problema demográfico, pero la película se cuida muy bien dejar claro que Arthur Fleck sólo hay uno (en el mundo real, los desgraciados sin culpa son raros como gorilas albinos), y de que, en última instancia, las barricadas triunfales acaban con el ascenso de especímenes que, más pronto que tarde, acabarán obligando a las almas sensibles a volver a montar barricadas porque, niños y niñas, lo que hay bajo los adoquines es el vacío.
Todo lo anterior está muy bien, pero no explica del todo por qué Joker es una magnífica obra cinematográfica: para empezar, el trabajo de dirección rompe otro prejuicio, porque supera con creces lo que a priori podría esperarse de Todd Phillips y no desmerece un ápice a lo que podrían haber hecho directores más prestigiosos como Christopher Nolan. La narración tiene una fuerza tremenda, y en ella hay detalles que pueden parecer obvios, pero explican muchas cosas: Arthur Fleck sobre las empìnadas escaleras que llevan hasta su casa como alma en pena, pero el Joker, que es él mismo pero con mucho menos peso sobre los hombros, las baja bailando como el gran comediante que quiere ser… después de haber dibujado con sangre la sonrisa del payaso en su rostro. Phillips no necesita alucinantes efectos ni medio millón de planos para crear una atmósfera turbadora de puro caótica, y paradójicamente muy bien ordenada, porque ni el relato ni la puesta en escena, todo lo lujosa que cabría esperar en una superproducción, resultan confusos. El mayor defecto del film, por no decir casi el único, es que algunos de los personajes secundarios no terminan de estar bien perfilados, pero los elogios al uso del color, el maquillaje, la edición o el retrato de esa urbe tan decadente bajo su aparente grandeza deben ser entusiastas. La oscarizada banda sonora, compuesta por Hildur Gusnadottir, es bastante buena, pero la utilización que se hace en el tramo final de la película (el mejor, por cierto) de canciones como That´s life, en la voz sin par de Frank Sinatra, o del White room, de Cream, va un punto más allá. Se demuestra una vez más que no es necesario dejar sordo al espectador ni introducir rimbombantes elementos electrónicos sin ton ni son en la banda sonora para ser moderno.
Y llegamos a Joaquin Phoenix, el intérprete que, con su trabajo, consigue que desde el primer momento comprendamos la tristeza que hay detrás de sus carcajadas, y que el espectáculo de la película lo va a dar, fundamentalmente, él, actor único en eso de construir personajes de intrincada vida interior. Excelente, en una palabra. Robert De Niro, que gracias a esta película y a El irlandés resurgió tras demasiados años trufados de apariciones en films mediocres, o ni eso, da vida a un presentador al que los televidentes habituales podemos poner diversos rostros, que ofrece junto a Phoenix una escena electrizante como pocas. Bien Zazie Beetz, actriz a la que no conocía, y mejor Frances Conroy en la piel de un personaje que, como toda la película, no es lo que parece. Buenos secundarios, como Shea Whigham, completan un reparto en el que otros roles, como el interpretado por Brett Cullen, se me antojan demasiado esquemáticos.
Una de las películas de la década, sobre la que pulula el espíritu de Alan Moore y que, espero, cumpla con su destino, que no es otro que convertirse en referente.